Cine educativo versus cine propagandístico

Este escrito es un repaso a la evolución del cine propagandístico y sus grandes hitos, para contraponerlo a lo que debería ser el cine utilizado con fines educativos.
Introducción
Las reflexiones sobre la teoría y la historia de la propaganda suelen considerar la educación como uno de los “medios” o canales que, a lo largo de las épocas, han sido utilizados sistemáticamente para la coerción ideológica1, hasta el punto de que algunos llegan a afirmar que toda educación es en realidad propaganda, en tanto en cuanto se están transmitiendo unos valores y una determinada ideología. El gran atractivo que la educación presenta para las instancias de poder y sus propagandistas radica en buena medida en que los educandos se encuentran en fases tempranas de formación de actitudes y adquisición de conocimientos, de manera que los emisores de propaganda creen encontrar ante sí un campo abonado para plantar semillas que darán posteriormente sus frutos ideológicos.
El cine es otro de los medios que, como veremos, ha atraído la atención de los propagandistas, tanto por su cualidad de medio de comunicación de masas como por la capacidad de la imagen para traspasar las fronteras del analfabetismo. La imagen, además, supone una forma de expresión y recepción más irracional que la palabra escrita, y no hay que olvidar que la propaganda suele ser más irracional que racional.
Si unimos los conceptos de “educación” y de “cine”, llegamos el asunto que nos ocupa: las relaciones entre cine y educación, o, más exactamente, la transmisión a través del cinematógrafo de valores educativos. Ahora bien, ¿es inevitable la citada identificación entre educación y coerción ideológica? En cuanto al cine, ¿cuáles deberían ser los parámetros y fines de un cine realmente educativo, y en qué se diferenciaría del propagandístico? ¿Puede usarse el potencial discursivo del cine, que ha despertado históricamente el interés de los manipuladores ideológicos, como medio de valores educativos?
La educación y el cine como propaganda
El intento de instrumentalizar la educación como medio de propaganda ha sido una constante en los grandes sistemas ideológicos. Por ejemplo, la Iglesia Católica no sólo contó durante siglos con el monopolio de la educación (realizando de paso, todo sea dicho, una loable actividad de preservación de la cultura), sino que también fue la institución que ideó el término propaganda, con el que se designa el fenómeno comunicativo que nos ocupa, mediante la creación por parte del papa Gregorio XV de la Sacra Congregatio de Propaganda Fide en 1622.
Avancemos un poco en la historia y consideremos dos sistemas propaganda, ideológicamente opuestos, que se cuentan entre los mayores del siglo XX: el bolchevismo soviético y la democracia capitalista estadounidense. Ambos dedicaron gran atención al fenómeno educativo como forma de diseminar su ideología entre la población.
Por un lado, el bolchevismo lo hizo, obviamente, de modo totalitario, mediante el control directo del Estado. Así, en la teoría de Lenin la educación siempre se imbrica con la propaganda, hablándose de “educación política” del proletariado como sinónimo de agitación y denuncia. El Partido Comunista controla todas las formas de agitación y propaganda, y entre las formas de agitación se encuentran la cultura y la educación, con herramientas como los centros culturales, las bibliotecas o los agitpunkts (centros de propaganda y agitación creados oficialmente en 1919 y definidos como instituciones “para la instrucción política y educativa”2). Las proletkults, una red de organizaciones culturales proletarias fundadas en 1917, “constituían un movimiento de educación utópica de adultos, que trataba de generar una cultura de la clase obrera desde sus raíces”, pero su autonomía respecto al Partido suponía para Lenin “cuestionar la autoridad del mismo, y en 1920 se puso en contra de estas organizaciones, limitando sus poderes y colocándolas bajo la jurisdicción del Partido” (Clark, 2000: 78, 79). Este hecho puede darnos una idea del papel de la educación independiente en un sistema propagandístico totalitario.
Tras la llegada de Stalin al poder, se creó un Departamento de Cultura y Propaganda, conocido como Kult-prop, que “controlaba la educación marxista en el seno del partido y supervisaba el trabajo de ciertos organismos gubernamentales como, por ejemplo, el Comisariado de Educación” (Pizarroso Quintero, 1993: 260). De cara al exterior, la Unión Soviética también desarrolló un programa de “diplomacia cultural” (es decir, propaganda) mediante la Sociedad Pansoviética de Relaciones Culturales con los Países Extranjeros fundada en la década de 19203, y basado en el intercambio de estudiantes, profesores, etc. De hecho, un aspecto prioritario del adoctrinamiento comunista era el intercambio de estudiantes entre los propios países comunistas (cfr. Roucek, 1971: 127). Esta “diplomacia cultural” invirtió mucho dinero y recursos para formar estudiantes en la Unión Soviética, así como para “exportar estudiantes y personal graduado de la U.R.S.S. al extranjero” (Roucek, 1971: 114). Y no sólo se importaron estudiantes extranjeros a las naciones comunistas, sino que se intentó también influir en los sistemas educativos extranjeros.
Por el otro lado, podríamos pensar que un sistema formalmente democrático como el estadounidense no permitiría la orientación ideológica de la educación según las necesidades del poder. No obstante, leamos las siguientes reflexiones comparativas en el libro de Frederick E. Lumley “The Propaganda Menace”, publicado en 1933: “algunos de los más firmes y leales americanos (…) se estremecen cuando se mencionan el nombre y los hechos de Rusia. ¿Pero no están haciendo los americanos exactamente lo mismo que los malvados rusos? Se ha dicho que en Rusia los libros de texto son severamente censurados, y que sólo pueden usarse aquellos favorables al régimen comunista; pero eso es exactamente lo que algunos americanos patrióticos están intentando hacer. En Rusia, a los niños se les taladra con lecciones que despiertan la admiración acrítica hacia los héroes revolucionarios; pero, ¿qué están intentando hacer algunos patriotas americanos? Esa masa de creencias, dogmas, doctrinas y actividades que normalmente se comprende bajo el nombre de “Comunismo” (…) es muy objetable bajo nuestra mirada americana. Pero, ¿cuál es la meta dominante de la educación americana? Bien, muchos podrían responder: “Enseñar el Americanismo”. Y en este punto llegamos a territorio compartido con los rusos: un “ismo”. Por supuesto, esos ismos son muy diferentes, pero ambos son ismos; tienen todo eso en común. Y rellenar la mente de los jóvenes con cualquier ismo es poner un obstáculo en el camino del pensamiento claro y crítico posterior; es convertirlos en partidarios; es convertirlos en meros portadores de las tradiciones sagradas y las prácticas del pasado” (1933: 326-327. Traducción propia4).
Lumley se refiere a los intentos de determinadas instancias de poder estadounidenses, como industrias privadas y políticos patriotas, para controlar el contenido de los libros de texto. El intento de controlar la educación pública por parte de las empresas privadas no es anecdótico en los Estados Unidos del siglo XX, sino que conforma una tendencia de décadas de duración. Según Elizabeth Fones-Wolf, a lo largo del siglo XX, el mundo de los negocios ha intentado utilizar las escuelas para promover sus puntos de vista económicos y políticos. “Los líderes corporativos enfatizaron particularmente la importancia de alcanzar a estudiantes y profesores con su mensaje sobre la centralidad del mercado en el Modo de Vida Americano. De este modo, el mundo de los negocios inundó las escuelas con panfletos y películas gratuitas, y con asignaturas de educación económica” (2000: 256. T. p.)
El esfuerzo de estas estructuras de poder para controlar la educación y transformarla en propaganda también se ha aplicado al cine. El bolchevismo siempre tuvo claras las posibilidades del cine como medio propagandístico. Según Trotsky, las películas tomarían “el lugar de la religión y el vodka” (citado en Thomson, 1999: 39. T.p.) Lenin estaba entusiasmado con las posibilidades del cinematógrafo, y declaró que “de todas las artes, la más importante para nosotros es el cine” (1975: 249). En consecuencia, como afirma Taylor, tras la revolución bolchevique “virtualmente todas las películas fueron realizadas para servir al Estado” (1995: 203. T.p.) El tratamiento orwelliano que se aplicó a la película Octubre (1927) de Eisenstein es una buena muestra de la sujeción del cine al poder: “cuando se terminó la película, en los últimos meses de 1927, Trotsky (…) había sido expulsado del Comité Ejecutivo del Partido Comunista y Stalin le había enviado al exilio. Por ello, se obligó a Eisenstein a “remodelar” el film, o sea a eliminar prácticamente todas las secuencias en las que aparecía Trotsky o las que demostraban el protagonismo que había tenido en la Revolución. El resultado final fue una obra que sufrió las consecuencias de la censura, se cortó en un tercio de su metraje original y se desvirtuó la historia en aras de los intereses ideológicos del poder establecido en ese momento” (Camarero, 2002: 60-61).
Otro de los mayores sistemas totalitarios de propaganda del siglo XX, el de la Alemania nazi, también fue consciente del valor propagandístico del cine. Este medio de comunicación estaba controlado por la Reichskulturkammer (Cámara del Reich para la Cultura), organismo dependiente a su vez del Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda (traducido frecuentemente como Ministerio del Reich para la Educación Popular y la Propaganda). El Tercer Reich nacionalizó progresivamente la industria cinematográfica, y las películas se utilizaron fundamentalmente como un medio de propaganda indirecta, a través de géneros como el romántico, la comedia o los musicales, en detrimento de películas explícitamente políticas (la propaganda directa se extendió más en documentales y noticiarios). Como observa Rafael de España, “las películas de puro entretenimiento, basadas en el star system local, constituían desde 1933 el grueso de la producción [del cine nazi]” (2002: 43). Dado que el cine debe estar al servicio del Nuevo Orden y la nueva cultura, sus valores deberán ser supervisados por el Estado. Así, la ley sobre el cine del 16 de febrero de 1934 prescribía que el Reich puede “evaluar” antes de su realización los proyectos fílmicos, que deben pasar por una oficina de censura. Lo importante es evitar que las películas critiquen o den una mala imagen de Alemania, que vayan contra los intereses del Estado, etc. También articula métodos para que los “consejeros del cine del Reich” participen en las producciones. Por supuesto, el Reichsministerium tendrá poder para prohibir los films por razones “de bien público” (cfr. Welch, 1995: 159-167).
Decir que, en la Unión Soviética o la Alemania nazi, el cine es virtualmente propaganda es, hasta cierto punto, una obviedad: lo único que hacen sus sistemas de propaganda es seguir la lógica totalitaria. La cuestión es más ambigua (e interesante) en sistemas formalmente democráticos, como el que contextualiza al poderoso cine estadounidense. Cuando se habla de la propaganda en este cine suelen citarse ejemplos evidentes como el cine bélico de la Segunda Guerra Mundial o películas posteriores como Boinas verdes (1968), protagonizada, producida y codirigida por John Wayne. Pero también hay proyectos ideológicos dentro de la historia del cine estadounidense que no son tan evidentes. Por ejemplo, durante la Guerra Fría el gobierno estadounidense solicitó a la Industria la realización de películas comerciales que señalaran el peligro del comunismo (cfr. Jowett y O´Donnell, 1986: 79-80), transformando a los rusos amigos de los films de la Segunda Guerra Mundial en malévolos enemigos. Consideremos otro ejemplo: Walt Disney. Sus producciones, distribuidas y consumidas internacionalmente, no son lo que habitualmente consideraríamos “propaganda”, sino historias de ficción, con mayor o menor valor artístico e intención lúdica o, en todo caso, de evasión. No obstante, habría que saber que Disney fue uno de los fundadores de la Motion Picture Alliance for the Preservation of American Ideals (MPA), que en la década de 1940 alertaba sobre el peligro de la infiltración en Hollywood de “comunistas”, “fascistas” y “radicales” que querían pervertir el American Way of Life, y afrontaba la responsabilidad de que las películas son “una de las mayores fuerzas del mundo para influir en el pensamiento y la opinión pública”, con el fin de “dedicar nuestro trabajo, tanto como sea posible, a presentar el escenario americano, sus estándares y sus libertades, sus creencias y sus ideales, tal y como los conocemos y creemos en ellos”5. La MPA, que colaboró en la “caza de brujas” del House Un-American Activities Committee, contó con otros destacados representantes cinematográficos como John Wayne, Ronald Reagan o Gary Cooper. Disney también fue condecorado públicamente por el general Eisenhower en 1963, quien destacó el “liderazgo magistral” y “creativo” del dibujante en “la empresa de comunicar la esperanza y aspiraciones de nuestra sociedad libre hasta los rincones más lejanos del planeta” (citado en Schiller, 1987: 131).
El proyecto de infiltración de la ideología corporativa en las escuelas estadounidenses también contó con el cine como instrumento. Fones-Wolf cita la película Crossroads for America, “un film de treinta minutos distribuido por la Cámara de Comercio a través de su Programa de la Oportunidad Americana, centrado en un trabajador industrial influido por un agente comunista en su fábrica, que llegó a cuestionar el valor de la libre empresa” (2000: 261. T.p.) Grupos educativos privados financiados por el mundo de los negocios, como el Americans for the Competitive Enterprise System, también usaron películas en sus campañas para propagar este sistema económico (cfr. Fones-Wolf, 2000: 266-267).
Educación versus propaganda
Estas películas citadas por Fones-Wolf (a las que pueden añadirse clásicos como On the Waterfront –La ley del silencio– de Elia Kazan, 1954) tienen un correlato ideológico invertido, donde también se unen el cine, la educación y la propaganda, en el programa de propaganda cultural desarrollado tras la Segunda Guerra Mundial por la citada Sociedad Pansoviética de Relaciones Culturales con los Países Extranjeros, donde se incluían películas, de forma que cine y educación convergen… de forma propagandística, por supuesto, dado que su misión era “eliminar las ideas negativas sobre la vida soviética e instigar un positivo compromiso emocional con la U.R.S.S.”, en palabras de Zbigniew Brzezinski (citado en Roucek, 1971: 112).
De estos ejemplos se infiere lo que puede esperarse en cuanto a la concepción de la educación y del cine por parte de sistemas ideológicos que presentan necesidades propagandísticas para legitimar su poder. Ahora bien, ¿implica esto que necesariamente toda educación deba concebirse como propaganda? Y en lo concerniente al cine, ¿es imposible desarrollar un cine de valores puramente educativos? Suele pensarse que la transmisión de valores, ideas y formas de conducta a través de la comunicación implica per se un hecho ideológico que responde a un conjunto de creencias predeterminado, usualmente asociado a sistemas de poder. En realidad, lo que está en la base de este problema son las relaciones entre educación y propaganda, dado que el cine es un medio de comunicación ideológicamente neutro desde la perspectiva tecnológica. Pero si concebimos la educación como una forma de comunicación, habrá que intentar deslindar su naturaleza de ese otro fenómeno comunicativo que llamamos “propaganda”.
Bertrand Russell piensa que “(…) la educación suele ser propagandística en todos los países” (1988: 169), pero también aporta ideas sobre cómo debe ser una educación no propagandística. Así, concluye que uno de los propósitos de la educación debería ser enseñar a los jóvenes a llegar a conclusiones correctas siempre que sea posible. No hacerlo así fomenta la virulencia del espíritu partidista y el peligro de conflictos destructivos, a la vez que, en el campo intelectual, entorpece gravemente el conflicto científico. Los hombres de Estado harían bien en recordar todas estas cosas cuando sientan la tentación de ver la educación como una simple rama de la propaganda política (1988: 180).
La cuestión no es que la educación sea propaganda, sino que ha sido instrumentalizada en determinadas ocasiones por el poder y, en consecuencia, ha funcionado como propaganda. Por muchos argumentos históricos que se den sobre la identificación “educación = propaganda”, no podemos concluir que la educación sea esencialmente un medio de legitimación del poder. En todo caso, podría decirse que ha sido empleada como un medio o un instrumento, no en tanto que un fin en sí mismo. Si pensamos, como Hofstätter, que tanto la educación como la propaganda “aumentan la uniformidad de los individuos en una cultura” (1966: 308), poco más habría que decir: la diferencia entre ambas se reduce, siguiendo a Hofstätter (cfr. 1966: 305-308), a cuestiones formales como el momento en que una u otra operan sobre la sociedad: “en la propaganda se trata siempre de desplazar un equilibrio normativo fijado de antemano por la educación” (Hofstätter, 1966: 306). Esta perspectiva olvida toda una tradición que ve la educación algo totalmente distinto: no la uniformidad de los individuos, sino el libre desarrollo de cada individuo. Noam Chomsky atribuye al siglo XVIII, a la Ilustración, la idea de que la educación no debería verse como llenar con agua un vaso, sino ayudar a una flor a crecer por sí misma. Citando a Humboldt, dice Chomsky que “la educación consiste en trazar una directriz en la que el niño va a desarrollarse, pero por sí mismo” (1997: 38).
Un propagandista respondería que ese “por sí mismo” sobra: la educación propagandística marca unos límites ideológicos a la dirección en que debe desarrollarse el individuo. El enfoque propagandístico de la educación implica, en palabras de Lumley, que el sistema educativo “no se usa para entrenar a los jóvenes en el pensamiento crítico, ni para mostrarles cómo hallar la evidencia y aprender a juzgarla, ni para ayudarles a convertirse en ciudadanos informados y reflexivos, sino para estereotipar a lo largo de líneas específicas, para hacer partidarios intolerantes, para crear el futuro según la imagen de sus instructores”. Enseñar propagandísticamente significa “cerrar [seal up] la inteligencia” según Lumley (1933: 308. T.p.) “Es muy deseable que los libros de texto pongan a los jóvenes al corriente de todas las fases de la vida nacional; pero es cuestionable si deberían ser escritos y usados para despertar y estereotipar un partidismo ciego hacia el propio país y el aborrecimiento de todos los demás. Algo de actitud científica es necesario en este punto y en otros” (Lumley, 1933: 320. T.p.)
Harold D. Lasswell, probablemente el más importante teórico de la propaganda del siglo XX, señaló en 1934 que, a diferencia de la educación, la propaganda perseguía disposiciones (dispositions) al “odio” o al “respeto” hacia una persona, grupo o política. “Si la deliberación implica la consideración de un problema sin predisposiciones a promover ninguna solución particular, la propaganda se ocupa de obtener esas predisposiciones”, escribió Lasswell en la “Encyclopaedia of the Social Sciences” (1995: 13. T.p.). Podría decirse que la “deliberación” es un proceso racional no determinado por predisposiciones, y que la propaganda se basa en estas últimas. Esto se debe al carácter ideológicamente interesado de la propaganda, que debe conducir el debate hacia la satisfacción del punto de vista de la instancia de poder que la produce. Y en esa dirección debe trazarse la diferencia con la educación, cuyo fin no debe estar ideológicamente predeterminado o interesado.
En “La educación y el orden social”, Bertrand Russell señaló que la propaganda, a diferencia de la educación, busca “generar algún tipo de sentimiento partidista” y encauza la información “en una dirección y excluye toda tendencia contraria” (1988: 167). Es decir, la propaganda busca seguidores, la educación no (cfr. Lumley, 1933: 316). En cuanto a la dirección del discurso, la propaganda es monológica, frente a lo que sería una educación dialógica en términos de Paulo Freire. Para Freire, la educación tiene como base la comunicación, y ésta a su vez está basada en el diálogo. “La educación auténtica (…) no se hace de A para B o de A sobre B, sino de A con B, mediatizados por el mundo” (Freire, 1997: 112). La lógica de la propaganda implica por el contrario la situación “A sobre B”, dada la lógica del poder que la mueve. En “La educación como práctica de la libertad”, Freire reflexiona sobre una educación que debe colocar al hombre “en diálogo constante con el otro, que lo predisponga a constantes revisiones, a análisis críticos de sus “descubrimientos”, a una cierta rebeldía en el sentido más humano de la expresión; que lo identifique, en fin, con métodos y procesos científicos” (1974: 85). ¿Cómo conjugar esta actitud científica en la educación, también señalada por Lumley, con los dogmas inamovibles de la propaganda?
“La eulogia [sic] y la invectiva, como métodos opuestos al análisis psicológico-científico, son formas de propaganda” (Russell, 1988: 167); per negationem, un cine que se pretenda educativo deberá rehuir en lo posible esas manifestaciones básicas de la propaganda que son el elogio y la invectiva, el esquema maniqueo de Buenos y Malos. Los personajes del cine propagandístico suelen ser planos, unidimensionales; los personajes del cine educativo podrían ser más profundos y matizados, para ofrecer así al educando una alternativa a los esquemas maniqueos. En los géneros de ficción, el cine propagandístico suele ofrecer narraciones cerradas que culminan con el triunfo y la glorificación de la instancia de poder publicitada; el cine educativo podría responder con algo más de escepticismo (o, al menos, sentido crítico) ante las apoteosis y las motivaciones del poder.
Si un profesor de Historia quiere explicar la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial puede acudir a la película Pearl Harbor (Michael Bay, 2001) y encontrará un discurso basado en la simplificación y la superioridad absoluta (en todos los sentidos) de Estados Unidos sobre sus enemigos, y que se inscribe en la larga tradición del cine pro-bélico y propagandístico de ese país. ¿Pensamos en eso cuando hablamos de “cine educativo”? Un cine auténticamente educativo deberá, por el contrario, mostrar en la medida de lo posible distintas perspectivas, o darle al educando instrumentos para averiguar la verdad por él mismo. La National Educational Association de Estados Unidos formuló hace décadas unos principios para guiar a los profesores y cargos escolares. Uno de ellos prescribía que el material “que presenta sólo una cara de cuestiones públicas debatibles es menos preferible que el material que proporciona una discusión con «pros» y «contras»; y estos dos tipos de material mencionados son menos deseables que las presentaciones imparciales” (citado en Lumley, 1933: 327. T.p.) En el caso del cine, eso implica, evidentemente, la realización y el uso de películas que no estén guiadas por líneas ideológicas partidistas, o que aporten el mayor número de puntos de vista sobre un mismo fenómeno, o que intenten reflejar la realidad con imparcialidad. Esto puede hacerse especialmente en géneros como el documental, donde el contenido informativo es relevante. En este contexto, la aportación de datos históricos contrastables empíricamente puede ser otro de los requisitos del cine educativo.
Por otro lado, la educación no sólo se diferencia conceptualmente de la propaganda; también puede paliar los excesos de ésta. Así lo juzga el historiador de la propaganda Philip M. Taylor: “el incremento de propaganda precisa un incremento de la educación y del acceso a la información y a distintas fuentes” (cfr. 1995: 304-305). En el caso del cine, y aunque se trata de una ficción, podemos citar la película La cortina de humo (Barry Levinson, 1997) como ejemplo que ilustra y educa sobre los excesos de la propaganda y sus relaciones con el poder.
El desarrollo de un espíritu crítico individual es, pues, fundamental para combatir la comunicación ideológicamente interesada. En palabras de Bertrand Russell: “en alguna etapa de la educación, habría que entrenar a los jóvenes para que fueran capaces de formarse su propio juicio en cuestiones políticas, escuchando discursos elocuentes pero engañosos, leyendo declaraciones partidistas sobre acontecimientos pasados y tratando de deducir de ello qué fue lo que realmente sucedió, etc. Todo esto sería lo contrario de la propaganda; sería la técnica apropiada para conseguir que los hombres fueran inmunes a la propaganda” (1988: 178).
Aplicando estas ideas al cine, sería instructivo que los educandos conociesen el cine propagandístico y lo analizasen por sí mismos. Y en cuanto a la transmisión de “valores” por parte del cine, su contenido concreto dependerá del cineasta o del educador que utilice las películas. Si se quieren alabar acríticamente los valores de una instancia de poder determinada, la película resultante entrará muy gustosamente en la historia de la propaganda; si se pretende fomentar el pensamiento libre y crítico, la película, o el uso que se haga de ella, deberá articularse sobre estrategias de comunicación distintas, menos sujetas a las exigencias del poder y la ideología.
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Notas:
- El concepto de “ideología” es, probablemente, uno de los temas más complejos de las ciencias sociales. En este escrito entenderemos como tal uno de los sentidos que Terry Eagleton le da al término en su libro “Ideología”: “un campo discursivo en el que poderes sociales que se promueven a sí mismos entran en conflicto o chocan por cuestiones centrales para la reproducción del conjunto del poder social” (1997: 53).
- “Great Soviet Encyclopaedia”, vol. 1, MacMillan, inc., Nueva York, 1978, p. 139.
- Rebautizada en 1958 como Unión de Sociedades Soviéticas de Amistad y Relaciones Culturales con los Países Extranjeros.
- En adelante, T.p.
- “Statement of Principles” de la Motion Picture Alliance for the Preservation of American Ideals, en Hollywood Renegades Archive. Disponible en Internet (07.09.2002): www.cobbles.com/simpp_archive/huac_alliance.htm.
Autor: Antonio Pineda Cachero
Antonio Pineda Cachero es el Departamento de Comunicación Audiovisual, Publicidad y Literatura de la Universidad de Sevilla.

