Editores, una especie en peligro de extinción

El escritor Manuel L. Alonso reflexiona sobre la figura y funciones del editor. Analiza cómo son los cambios en el mercado editorial: cifras de ventas más bajas por el exceso de oferta y menor perdurabilidad de los títulos, influyen en el trabajo del editor y su relación con los autores.
Hasta hace no muchos años, la figura del editor estaba aureolada de un prestigio semejante al de un autor: seres creativos, individualistas, poseedores de muchos saberes, gente rara.
El primer editor que tuve era, además de otras cosas, un empresario con ideas claras que acabó llevando a la editorial a la quiebra y largándose a Venezuela con la pasta. Es decir, para los parámetros del capitalismo, una figura romántica. El primero que tuve en la literatura Infantil y Juvenil (sigue siendo editor pero no en la LIJ) era un tipo famoso por su cultura, con gran sentido del humor, mucha personalidad y poco amor a la tecnología, cualidades que admiro.
Invito al lector a que piense en cuántos editores actuales conoce que reúnan dos o más de las características señaladas. O de las apuntadas en el primer párrafo.
Sospecho que no a todos les parecerán virtudes necesarias para un editor, pero fueron –junto con el amor a la literatura y una gran perseverenacia– las que en épocas pasadas permitieron que se publicasen libros que hoy consideramos clásicos. Algunos de los mejores autores de los últimos doscientos años no habrían existido de no contar con la ayuda permanente de un editor que los apoyó y asesoró. También es cierto que otros muchos escritores probaron a ser sus propios editores, casi siempre con desastrosos resultados. En algún momento alrededor de mediados del siglo pasado se acuñó una máxima que rezaba: “Escribir un libro es difícil, publicarlo es todavía más difícil, y venderlo es lo más difícil de todo”. Uno se pregunta si es por eso que los departamentos comerciales han acabado por acaparar casi todo el poder en las editoriales.
La fidelidad ya no es lo que era
Expresé públicamente la opinión, hace tiempo, de que la mayoría de los editores habían pasado a ser piezas prescindibles e intercambiables del complejo mundo empresarial. El hecho de que ninguno se diera por aludido lo interpreté como una aceptación tácita: eso es lo que hay, y nadie sueña con cambiarlo.
A veces los imagino agarrados a su silla igual que se abrazan a su escaño los diputados, y demasiado preocupados (los unos y los otros) para hacer nada que no sea tratar de conservar su puesto. En efecto, de los que conocí cuando empecé en la LIJ a finales de los ochenta, no queda ni uno. Sí hay quien editaba ya entonces y edita ahora, pero en ningún caso en la misma editorial. Y a lo largo de este tiempo he publicado en diez distintas, lo que creo que constituye una muestra suficiente.
¿Cómo, entonces, iba a ser posible mantener esa colaboración autor-editor que se prolongaba a lo largo de décadas para beneficio de ambos y de los lectores e incluso para beneficio de las arcas de la editorial?
Se me puede objetar que tampoco los autores se mantienen ya fieles a un mismo editor, como en otros tiempos, y es cierto, pero aseguro –hablo por mí y tal vez por otros muchos– que si fuera posible lo haríamos encantados. Esta especie de promiscuidad, este ir repartiendo nuestras criaturas en diferentes manos, la hacemos a regañadientes. Pero todos tenemos una editorial favorita que preferiríamos única. Son los rechazos y otras malas experiencias (a veces el mucho escribir) lo que nos lleva a transitar, con nuestro manuscrito a cuestas, más de lo que quisiéramos.
El consuelo para los autores que han tenido algún tropiezo con un editor es, por supuesto, el tener la certeza de que antes de no muchos años habrá en ese despacho otra persona. Así se lo dije durante una discusión a cierta editora que ya no lo es: “Dentro de unos años, ya no ocuparás esa mesa, y yo seguiré siendo escritor”. Admito que era una profecía fácil.
Confidencialmente
Cualquiera puede hacer la prueba: si se telefonea a un editor, al menos la mitad de las veces no está en su despacho. Por supuesto, otro tanto puede decirse de cualquier profesional en este país y en estos tiempos en los que, al parecer, se dedican más horas a reuniones, viajes y otras actividades que al trabajo básico. Pero en el caso de los editores me parece más necesario el contacto personal, al menos si se sigue pensando que preparar un libro es distinto de hacer un producto fabricado en serie.
Demasiado atareados en otras cosas, los editores ya no leen manuscritos sino que delegan esa función. Ni siquiera se enteran, muchas veces, de lo que teóricamente ha pasado por sus manos. Editoras que me habían rechazado un original, se han lamentado después, al conocer determinado éxito de ese libro, de que no se lo hubiera propuesto a ellas. Es más: una misma editorial puede rechazar un manuscrito y al cabo de un año aceptarlo alegremente porque el autor le ha cambiado el título. Tengo mis razones para afirmarlo.
Lo que se espera de un editor
Pero, ¿qué es exactamente lo que le pide un autor a un editor?
Pues muy poca cosa: que en un plazo razonable, léase dos o tres meses, acepte o rechace el manuscrito propuesto. Nada más. No esperamos un profuso intercambio de correspondencia como en otros tiempos, ni sugerencias que contribuyan a mejorar el original –aunque de tarde en tarde las hay–, o que hagan una defensa de nuestro libro en un comité donde se tienen más en cuenta otros factores que los estrictamente literarios. Nos conformamos con un sí o un no en un plazo razonable.
Y la mayor parte de las veces no hay una respuesta rápida. Y a veces no hay ninguna, ni rápida ni lenta. Por no hablar de originales que se extravían, o que son devueltos a alguien que no es su autor, o que van a parar a un limbo del que nadie sabe dar razón, cosas todas ellas que nos han ocurrido alguna vez a los autores veteranos.
El siguiente paso sería actuar como ciertas grandes editoriales no especializadas en LIJ: no responder ni devolver originales en ningún caso, salvo que lleguen por mediación de alguna agencia literaria concreta. Y de hecho, no leerlos. Se diría que los autores son un estorbo del que gustosamente prescindirían si las agentes literarias supieran escribir literatura.
También es cierto que hay autores que dan la impresión de que no es escribir lo que más les importa, sino ir como zascandiles recorriendo colegios a un promedio de cuatro o cinco diarios.
Negocio versus Literatura
¿Y por qué hay tantos autores metidos en ese peregrinar? Porque la visita del autor a los centros es una acción promocional importante (inevitable, piensan algunos), pero sobre todo porque lo que realmente importa a la mayoría de editoriales es el libro de texto, y eso hace que, a veces, se use a los autores de literatura y a la propia LIJ como un medio y no como un fin en sí mismos.
Personalmente, no me gusta que un niño tenga que leer un libro mío por obligación, porque se lo han ordenado en clase, y prefiero a los lectores que lo son libre y voluntariamente.
Entiendo que el mercado es mucho más duro que cuando empecé, hace casi veinte años: cifras de ventas más bajas por el exceso de oferta, y menor perdurabilidad de los títulos, que pronto serán, salvo excepciones, tan efímeros como los de literatura para adultos. Y acepto que el primer objetivo de una editorial, como de cualquier otra empresa, es tener beneficios. Pero al menos tenía la impresión de que dos de los estamentos implicados, autores y editores (y los buenos profesores) siempre iban a servir de contrapeso con su defensa de lo puramente literario. Por eso me parece preocupante que algunos editores vayan abdicando de esa obligación y sometiéndose a las leyes del mercado.
A los que no lo hacen y aún resisten, gracias. Es bueno saber que estamos en el mismo bando.
Autor: Manuel L. Alonso
Manuel L. Alonso es escritor. Comenzó publicando relatos de terror y misterio. Bajo diversos suedónimos ha publicado cerca de ciento cincuenta relatos en importantes revistas para adultos y otras publicaciones. Sus libros, más de cincuenta, abarcan todos los géneros y varios han sido premiados, traducidos o adoptados en diversos países para el estudio del idioma español.

