La Biblioteca de Niños

Artículo publicado en el nº 211 Especial Bibliotecas y Animación a la Lectura
Artículo publicado en el nº 211 Especial Bibliotecas y Animación a la Lectura

Cuando empecé a trabajar en una Biblioteca de Niños en Estocolmo, quedé pasmado ante tanta literatura escrita para los pequeños lectores, pues hasta entonces vivía aferrado a la idea de que los cuentos infantiles existían sólo en la  tradición oral y la memoria colectiva, y no en los libros impresos con maravillosas ilustraciones que, además de despertar la sensibilidad estética de los niños, eran varitas mágicas que estimulaban su fantasía.


La Biblioteca de Niños, contrariamente a lo que relata Jorge Luis Borges en La Biblioteca de Babel, no era la metáfora del universo ni la esfera de Pascal, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; tampoco tenía galerías hexagonales ni espejos que duplicaban las apariencias.

La Biblioteca de Niños tenía anaqueles en las cuatro paredes, un zaguán con un gabinete minúsculo que permitía dormir de pie y satisfacer las necesidades fisiológicas, y, a dos metros de la puerta principal, una escalera de mármol que conducía a una sala de lecturas, con ventanas expuestas al sol y una claraboya por donde penetraban la luz y el aire.

La Biblioteca de Niños no era como la de Babel, un laberinto caótico donde se escondía el libro análogo a Dios, que Borges buscaba enloquecido entre dialectos pretéritos y remotos, sino un local exento de leyes divinas, donde los libros eran accesibles a la inteligencia humana y ninguno estaba escrito en “dialecto samoyedolituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico”; tampoco existía un libro que fuese la “cifra y el compendio perfecto de todos los demás”, o un simple laberinto de letras, puesto que buscar un relato coherente en una sopa de letras es como querer encontrar una aguja en el pajar.

En la Biblioteca de Niños, nadie necesitaba más tiempo de lo debido para hallar el libro deseado, pues los anaqueles estaban ordenados en base a un sistema riguroso de computación, que registraba el nombre del autor, la fecha y el lugar de edición, el título y el género de la obra. En La Biblioteca de Babel, en cambio, todo era impenetrable. Para localizar el libro A, primero se debía consultar el libro B, y para localizar el libro B, consultar el libro C, y así sucesivamente.

La Biblioteca de Niños era la más concurrida y atractiva de cuanto he conocido; las paredes lucían imágenes arrancadas de los cuentos de hadas, mientras del techo, tan alto como se pueda imaginar, pendía un magnífico aeróstato,  representando La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne. El mobiliario estaba hecho en relación a la estatura de los niños, o según las teorías pedagógicas de María Montessori. De modo que el bibliotecario parecía Gulliver en Liliput y la bibliotecaria Alicia en el país de las maravillas.

Los niños iban y venían explorando tesoros escondidos en los anaqueles y haciendo chirriar mesas y sillas. Al detenerse de súbito, con la mirada encendida por la emoción, alargaban el brazo y tomaban el libro próximo a sus manos. Luego lo contemplaban de arriba a abajo, de anverso y reverso, y, cuando abrían las tapas, quedaban asombrados y  maravillados al oír las voces de los personajes que poblaban sus sueños.

Del laberinto de las páginas saltaban, uno a uno, Caperucita y el lobo, Aladino y su lámpara maravillosa, Cenicienta y su madrastra perversa, Blancanieves y los siete enanitos, la Bella Durmiente y el príncipe azul que la despierta, la Bella y la Bestia, Pipi Calzaslargas y Nils Holgersson, quien, montado a horcajadas sobre el lomo de un ganso, invitaba al lector a un viaje maravilloso a través de Suecia, para enseñarle la historia, la geografía y las costumbres de este país fascinante, donde yo mismo recorrí de sur a norte en compañía de la obra de Selma Lagerlöf.

La Biblioteca de Niños, hecha de calor y cariño, me sirvió no sólo para refugiarme en el reino fantástico de los cuentos infantiles, sino también para reflexionar que, al otro lado del Océano, existen quienes viven y mueren sin aprender a leer ni escribir, y millones de niños que no tienen acceso a una sola joya de la literatura infantil.

Por lo demás, si La Biblioteca de Babel era el resumen del caos del universo, la Biblioteca de Niños era un maravilloso jardín, donde los libros parecían flores y los niños mariposas.

Autor: Víctor Montoya

Víctor Montoya es escritor, pedagogo y periodista cultural. Autor de más de una decena de libros, entre novelas, cuentos, ensayos y crónicas. Escribe para publicaciones en América Latina, Europa y Estados Unidos. Actualmente reside en Estocolmo.


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