La desmesura y el juramento: una reflexión en torno al Decálogo de Kieslowski

Análisis pormenorizado del segundo episodio del Decálogo de Kieslowski sobre los Diez Mandamientos.
Krzysztof Kieslowski es un director polaco recordado principalmente por su trilogía Azul (1993), Blanco (1994) y Rojo (1994). Falleció tempranamente, a los 54 años, antes de concluir un guión inspirado en la Divina comedia. Entre los años 1989 y 1990 presentó una serie de diez películas para la televisión, cada una de las cuales estaba basada en uno de los Diez Mandamientos. Esta gran obra no ha recibido, en nuestra opinión, la atención que se merece. Sus diversos episodios ameritan ser estudiados con detenimiento, pues encierran una interesante complejidad y un valor innegable. En esta ocasión, hemos decidido concentrarnos en el segundo episodio (Decálogo, II). Nuestro análisis del filme tendrá como eje central el concepto de “prudencia” que desarrolla Aristóteles en el Libro VI de la Ética a Nicómaco. Para llevar a cabo nuestro propósito, hemos dividido el trabajo en tres partes. En primer lugar, explicaremos brevemente la noción aristotélica mencionada. En la segunda sección realizaremos una lectura de la película a la luz de esta idea. Finalizaremos con una breve reflexión sobre cómo la obra de Kieslowski nos ofrece nuevas herramientas para interpretar el segundo mandato bíblico.
I
Lo primero que debemos mencionar con respecto a la prudencia (phrónesis) es que, ya desde los primeros libros de la Ética a Nicómaco, Aristóteles la define como una virtud dianoética. Por “virtud” entiende el filósofo “el modo de ser por el cual el hombre se hace bueno y por el cual realiza bien su función propia”1. La virtud implica entonces una búsqueda de la excelencia y la realización humanas. Para que esto sea posible, es necesario practicar acciones nobles y desarrollar buenos hábitos. De esta manera, es en el terreno de la acción humana (praxis) que se conciben las virtudes. Dicho ámbito, como enseña el filósofo, corresponde la contingencia y no la necesidad, es decir, se opone a la rigurosidad, la necesidad y la universalidad de las ciencias exactas.
Por otro lado, Aristóteles clasifica las virtudes en dos: las éticas y las dianoéticas. Las primeras dependen de la experiencia, mientras que en el desarrollo de las segundas es indispensable el intelecto. Hemos afirmado ya que la prudencia pertenece al segundo grupo, y ello se debe principalmente a la indesligable relación entre esta virtud y la deliberación (boúlesis). “En efecto, parece propio del hombre prudente el ser capaz de deliberar rectamente sobre lo que es bueno y conveniente para sí mismo”2. Ahora bien, la deliberación no debe entenderse como un razonamiento científico. Aristóteles, siguiendo la distinción platónica entre el conocimiento (episteme) y la opinión (doxa), divide el alma racional en dos partes: la científica y la razonadora. Mediante la primera percibimos entes necesarios; mediante la segunda, entes contingentes. Es en este último terreno donde tiene lugar la deliberación y donde, por lo tanto, se desarrolla la prudencia. Al primer ámbito, en cambio, corresponde la demostración que parte de verdades irrefutables. Así, no se delibera sobre lo necesario ni sobre lo indefectible, sino sobre lo plausible o lo que podría ser de otra manera3.
La deliberación es una forma de investigación o de cálculo4 que permite encontrar, entre varios medios factibles para alcanzar un fin, el mejor de ellos. Aristóteles señala que para que haya deliberación, debe haber más de un medio posible, pues en el caso de que sólo hubiera uno, la relación entre el medio y el fin sería de necesidad, es decir, correspondería a la ciencia, mas no a la ética. No se delibera, tampoco, sobre hechos pasados ni sobre lo que el hombre no está en capacidad de hacer, por ejemplo, una predicción sobre el futuro.
“La prudencia, en cambio, se refiere a cosas humanas y a lo que es objeto de deliberación. En efecto, decimos que la función del prudente consiste, sobre todo, en deliberar rectamente, y nadie delibera sobre lo que no puede ser de otra manera ni sobre lo que no tiene fin, y esto es un bien práctico. El que delibera rectamente, hablando en sentido absoluto, es el que es capaz de poner la mira razonablemente en lo práctico y mejor para el hombre”5.
La buena deliberación consiste entonces, en palabras de Aubenque, en saber “combinar medios eficaces relacionados con fines realizables”6; para ello, se requiere de la recta razón: una especie de rectitud en conformidad con lo conveniente que se aplica sobre lo que depende de nosotros y no sobre el azar. Así, la prudencia le sirve al hombre para vivir bien, pues supone una acción acertada que depende de un criterio de deliberación adecuado. Para desarrollar este criterio es fundamental la educación, que encaminará al intelecto hacia la correcta deliberación. Sin embargo, no podemos dejar de lado la experiencia, que cumple un papel central en la formación del carácter humano –que mencionaremos a continuación. En suma, la prudencia consiste en “un modo de ser racional, verdadero y práctico, respecto de lo que es bueno para el hombre”7.
Además de deliberar, el hombre prudente debe ser capaz de elegir correctamente. La elección, dice Aristóteles, es un deseo deliberado8 y ya no un criterio para considerar medios y fines; consiste, pues, en un principio de acción cuya causa eficiente es un deseo. Aristóteles tiene en cuenta que las pasiones y los deseos motivan al hombre a elegir y, en consecuencia, a actuar. Si ambos son descontrolados, difícilmente se llevará a cabo una buena deliberación. Por esta razón, considera que los jóvenes, que son dóciles a sus pasiones, no pueden deliberar correctamente9. Así, en la elección están presentes tanto la deliberación racional como los deseos humanos; de ahí la importancia de educar el temperamento. Elegir correctamente supone, por lo tanto, una reflexión y cierta disposición ética o del carácter10.
Ficha
Título: Decálogo, II.
Título original: Dekalog, dwa.
Dirección: Krzysztof Kieslowski.
Nacionalidad y año de producción: Polonia, 1990.
Duración: 57 min.
Intérpretes: Krystyna Janda (Dorota Geller), Aleksander Bardini (Doctor), Olgierd Lukaszewicz (Andrzej Geller), Artur Barcis (Celador del hospital), Stanislaw Gawlik (Wacek), Krzysztof Kumor (Ginecólogo), Krystyna Bigelmajer (Enfermera), Karol Dillenius (Paciente), Jerzy Fedorowicz (Janek).
Guión: Krzysztof Kieslowski y Krzysztof Piesiewicz.
Producción: Ryszard Chutkowski.
Música: Zbigniew Preisner.
Fotografía: Edward Klosinski y Wieslaw Zdort.
Montaje: Ewa Smal.
Diseño de producción: Halina Dobrowolska.
Dirección artística: Halina Dobrowolska.
Vestuario: Hanna Cwiklo y Malgorzata Obloza
Esta disposición ética implica, además, la consideración de que el objeto de la elección es relativo tanto al modo de actuar como al momento de la acción: el kairós. Veamos lo que dice al respecto Aubenque:
“Los griegos tuvieron un nombre para designar esta coincidencia de la acción humana y del tiempo, que hace que el tiempo sea propicio y la acción buena: es el kairós, la ocasión favorable, el tiempo oportuno”11.
La prudencia supone, por un lado, saber adaptar recíprocamente los medios y los fines; por otra parte, implica aprovechar el kairós. De esta manera, la moralidad no reside solamente en la posesión de un criterio (lógos), sino también en los actos mismos: “el fin de la acción depende del momento [kairós]”12. El hombre prudente debe, en suma, ser capaz tanto de deliberar correctamente, como también de llevar a cabo sus acciones de la manera más propicia y oportuna. La experiencia, en esto último, cumple un rol fundamental.
Las acciones de un hombre prudente requieren también de moderación13. Aristóteles recuerda “que se debe elegir el término medio, y no el exceso ni el defecto, y que el término medio es tal cual la recta razón dice”14. El descontrol de los instintos y emociones –que constituye ciertamente un extremo– es calificado, por el filósofo, como una clase de desmesura. Así, tanto la deliberación sobre el medio más conveniente como la elección correcta van estrechamente de la mano con la exigencia de moderación y mesura. Ahora bien, ¿qué implicaciones tiene la afirmación según la cual la moderación consiste en el control de las pasiones y la búsqueda del término medio en cada situación? Detrás de esta exigencia de mesura se encuentra, creemos, la necesidad del reconocimiento de los límites humanos. En efecto, sólo quien es capaz de recordar que se desenvuelve en el ámbito de lo contingente y, en consecuencia, de reconocer sus limitaciones e imperfecciones dejará de lado la pretensión de deliberar sobre aquello que no está en capacidad de hacer (lo que está, como se dice, “fuera del alcance de sus manos”). Dicho con otras palabras, siendo consciente de los límites de mi conocimiento, tendré mayor cautela al afirmar con certeza algún hecho o al tomar una decisión de modo determinante.
El horizonte en que se desarrolla la prudencia es, así, el de los límites humanos. La fórmula délfica “Conócete a tí mismo”, tan conocida en la Antigüedad, invita al hombre a ser consciente de que es humano, a saberse como tal15. En Antígona, Sófocles advierte lo siguiente: “No hay que cometer impiedades en las relaciones con los dioses. Las palabras arrogantes de los que se jactan en exceso, tras devolverles en pago grandes golpes, les enseñan en la vejez la cordura”16. La cordura, asociada en este caso con la vejez, nos recuerda la importancia de la experiencia en la formación del hombre prudente. Por otro lado, la impiedad en que incurre el arrogante es un tema común en la tragedia recogido de alguna manera por Aristóteles para recordarle al ser humano los límites de su acción. El hombre debe reconocer estas limitaciones (conocerse a sí mismo) y no intentar dominar el ámbito divino. Al intento humano de traspasar los límites –es decir, a la desmesura y al exceso– se le llamó hybris. De esta manera, la hybris no alude exclusivamente a la soberbia, sino también a la ausencia de mesura y de moderación ocasionada por el intento de traspasar los límites. La hybris le impide al hombre ordenar su caos interno de pasiones y deseos; lo “ciega” y no le permite actuar prudentemente. Por eso, es necesario que el ser humano sea capaz de ordenar su propio caos y aprenda a ser continente y mesurado.
En conclusión, hemos visto que el conocimiento de sí mismo es, en primera instancia, el reconocimiento del horizonte temporal, contingente y humanamente limitado en que se desarrolla la prudencia. Ésta, como ya explicamos, se determina con miras a la deliberación sobre los medios posibles que conduzcan a fines realizables y particulares. Por lo tanto, el reconocimiento de los límites abre el campo para el desarrollo de la prudencia y resalta, con ello, la necesidad de mesura y de continencia del ser humano para mantenerse en ese término medio que lo aleja de extremos y de excesos –entre estos, la pretensión de dominar aquello que está más allá de sus posibilidades (hybris). La prudencia es, en suma, un saber(se) humano.
II
Un médico trabaja en el hospital donde está internado su vecino. La esposa de éste, además de estar preocupada por la gravedad de la enfermedad, tiene un segundo motivo de angustia: está embarazada de otro hombre. Ella necesita saber si el esposo va a sobrevivir. Si su marido muere, ella podrá tener al hijo de su amante; si, en cambio, logra reponerse de la enfermedad y regresa vivo a la casa, ella deberá haber abortado al niño. La necesidad de saber lo que va a pasar con su esposo lleva a la mujer a interrogar al médico hasta el punto de hacerle jurar que el esposo va a morir. Luego de ese juramento, ella decide no abortar.
El argumento de la película que acabamos de resumir y que no parece ser muy complejo le sirve a Kieslowski para plantear ciertas interrogantes sobre cuestiones fundamentales de la vida humana. No es posible, sin embargo –y mucho menos en esta ocasión–, agotar todas las preguntas que pueden desprenderse de la obra del director polaco. Nosotros nos centraremos en discutir la película a partir de la noción aristotélica de “prudencia”, enfatizando el tema de la hybris.
Recordemos, en primer lugar, el personaje del médico, un hombre de edad avanzada cuya experiencia constituye el primer indicio que nos hace pensar en un hombre prudente. En efecto, en una de las primeras conversaciones con su vecina, el médico le dice que no puede predecir con certeza absoluta si su esposo va a morir o no, pues conoce casos en que personas desahuciadas han sobrevivido. “Tiene que esperar”, responde ante la insistencia de ella por saber lo que va a ocurrirle a su marido. También reconoce, en otro momento, que se sabe poco sobre las causas y los efectos de la enfermedad del hombre. El doctor es consciente, entonces, de los límites de su conocimiento; sabe, prudentemente, que no puede decidir con plena certeza sobre algo que corresponde al ámbito del azar o la contingencia. Este hombre conoce, pues, en qué punto debe detenerse. En este sentido, no es gratuita la toma en que el médico, ante un semáforo en rojo, para y no cruza la avenida hasta que la luz verde aparece.
Sin embargo, no sucede lo mismo con la siguiente calle que va a atravesar: cuando la luz del semáforo se vuelve intermitente y cambia nuevamente a rojo, el médico cruza la pista –“imprudentemente”, diríamos hoy en día. Esto parece la señal de un cambio que va a darse en el personaje: una situación límite ocasionará que el hombre no se detenga y vaya más allá de sus capacidades humanas. Y la situación límite es aquella a la cual la vecina lo conducirá más adelante: el hombre debe jurar que el marido va a morir, pues de lo contrario impedirá que un niño nazca.
En el personaje del médico podemos advertir un profundo amor por la vida: cuida dedicadamente sus plantas y cría con esmero a su canario. Por otro lado, observamos que conoce lo que significa ser padre: su familia se encuentra lejos, pero él la recuerda en conversaciones y mediante fotos. Ambos elementos, sumados al aparente deterioro de la condición del enfermo, lo llevan a decidir sobre aquello que escapa de sus posibilidades humanas y que él sabe que no puede prever: que el paciente va a morir. Es en ese momento que incurre en hybris: su actitud no es la una persona prudente o mesurada, sino la de alguien que por un momento –tal vez motivado sobre todo por el deseo de que el niño nazca– se “ciega” y, olvidando su condición de hombre, juega a ser Dios (decide sobre el nacimiento de un niño y predice la muerte de un enfermo). Prudente habría sido, por el contrario, si hubiese reafirmado que no podía pronosticar con absoluta seguridad el futuro del paciente.
Luego de cometer hybris, el médico le dice a la vecina que le gustaría ir a escucharla tocar en la filarmónica. Inmediatamente después del juramento del doctor, Kieslowski hace descender la cámara por una pared oscura hasta que ésta se detiene en una toma del rostro del médico, envuelto en la penumbra y con sólo la mitad del rostro iluminada. Desde esa imagen, él escucha el concierto donde ella toca el violín. Ambos, en ese momento, comparten algo más que la música: lo dos han incurrido en hybris. Kieslowski, al parecer, no quiere que un solo personaje incumpla el mandamiento.
Recordemos, por poner un ejemplo, el primer episodio del Decálogo. Allí se presenta toda una atmósfera en la que, contagiados, al menos dos personajes infringen el mandato. El niño de la primera película, como su padre, juega a ser Dios con la computadora. Juntos, el padre y el hijo ganan una partida de ajedrez: mueven las piezas en la actitud de quien pretende ordenar el mundo. El extremo de esta actitud se traduce en la desmedida confianza del padre en la ciencia. La creencia ciega en los cálculos científicos lo lleva a predecir que el hielo sobre el cual patinará el niño no se va a romper ni derretir. Grande –y amarga– fue su sorpresa cuando sucede lo inesperado y pierde para siempre a su hijo.
Análogamente, el médico de la película que nos ocupa ahora no es el único que “peca” de hybris. Antes que él, la vecina, quien lo lleva a la situación límite que ya hemos explicado, incurre también en una forma de hybris. Pasemos a examinar entonces, más detalladamente, este segundo personaje.
En contraposición con el amor por la vida que observamos en el médico, el personaje de la vecina, Dorota, es sumamente tanático. Las sombras oscuras y los colores sombríos que, por lo general, acompañan su figura se complementan con los trajes negros o marrones que usa, su adicción al tabaco y ciertas actitudes destructivas, como cuando tira el vaso de café al piso y mira con gusto cómo se rompe el vidrio, o en la escena en que deshoja una planta y dobla su tallo como si estuviera arrugando algún papel inservible. Además, hemos adelantado que toca violín en una orquesta. Nos atrevemos a pensar que la tensión y el equilibrio de las cuerdas del violín grafican muy bien la necesidad de dos formas de amor que la vecina requiere (eso se lo confiesa al médico) para sentirse plena y encontrar un equilibrio en su vida: el amor del marido, que le da tranquilidad y apoyo, y el amor del amante, que satisface más bien sus pasiones. La presencia de un hijo por venir podría significar la ausencia de la primera forma de amor (el marido, probablemente, la dejaría si se enterara del engaño) y, en consecuencia, la pérdida del equilibrio en su vida; ante este peligro, la mujer se siente desesperada. Para calmar su angustia busca eximirse de la responsabilidad de sus próximas acciones e insta al médico a que decida sobre lo que ella debe hacer.
La protagonista, lejos de deliberar prudentemente sobre lo más conveniente, recurre a una instancia “superior”: el médico, que representa el saber de la ciencia, debe solucionar su problema. En efecto, la señora le dice, literalmente, que “debe saber” si su esposo vivirá o no. Su desesperación la lleva a perseguirlo en su carro en búsqueda de una respuesta que le dé claridad, que le proporcione una luz similar a la que, luego de la persecución, aparece primero en una toma sobreexpuesta y, seguidamente, en la ventana del departamento del doctor. Dorota cree que el médico le oculta algo que sin duda sabe: el desenlace final de la enfermedad de su esposo. Por eso le dice, a modo de queja, que los americanos sí informan a los parientes sobre el estado de sus enfermos. También, más adelante, sugiere que el médico no tiene la conciencia limpia porque está evadiendo la sentencia de muerte de su marido. Ella asume, pues, que el doctor sabe si el paciente va a morir o no.
El problema está en que la mujer busca una respuesta que ningún hombre –ni siquiera el mejor de los médicos– le puede dar. Dorota tiene una fe casi ciega en la ciencia y le atribuye a esta posibilidades que van más allá de los límites humanos. Se olvida, al parecer, de que la ciencia es un producto humano y, por ello, es incapaz de predecir con certeza el futuro. Si a esto le sumamos el estado de angustia o desesperación anteriormente descrito, tenemos entonces a una persona casi ciega por la incapacidad de dominar sus deseos y pasiones y, además, por su desmedida fe en la ciencia. Lo que podría esperarse que siga de esta situación es, acaso, la hybris, que en esta circunstancia se expresa en la pretensión de saber algo que escapa de toda posibilidad humana.
De esta manera, tenemos dos elementos centrales: por un lado, a un médico que decide sobre aquello que pertenece a Dios o el azar; por otra parte, encontramos a una mujer que busca saber algo que ningún hombre es capaz de conocer y que, en esta búsqueda, pone al médico en una situación tal que lo lleva a dar una predicción finalmente fallida. Ambos van más allá de los límites humanos, y por ello, ambos incurren en hybris.
Como sabemos, la predicción del médico no es acertada y, al igual que la abeja que vemos en un primer plano tratando de salir con dificultad del almíbar de las fresas, el enfermo que parecía estar cada vez peor se recupera asombrosamente. Este personaje, fundamental en el relato, nos transmite su agonía y la manera deformada con que mira el mundo desde la enfermedad en la camilla de un hospital: los sonidos del goteo de agua son intensos, las paredes presentan numerosas grietas, los metales se encuentran oxidados, el agua del recipiente está turbia. Al parecer, Kieslowski pone en el enfermo los síntomas de una sociedad que está agonizante y en la que, en palabras del mismo paciente, todo está distorsionado.
Ahora bien, ¿en qué consiste esa enfermedad de la sociedad? Definitivamente es muy compleja, pero creemos que el principal síntoma que nos muestra Kieslowski en esta película se traduce, justamente, en la desmesura o la ausencia de aceptación de los límites humanos. No es gratuito, pues, que la primera vez en que somos partícipes de la agonía del enfermo sea justamente luego de que su esposa le exige al médico que le asegure si va a morir o no. En vez de vivir en conformidad con el mundo y aceptar la contingencia, el ser humano intenta continuamente ir más allá. Producto de esa ambición, es esperable que ocurran las desgracias, tal como sucede en el primer capítulo del Decálogo. No obstante, este segundo episodio no concluye de manera tan funesta como el primero; por el contrario, finaliza con el triunfo de la vida: el niño nace y el enfermo sobrevive. Tal vez esto suceda porque Kieslowski quiere presentar a un Dios que, antes que castigador, es amoroso: está en el abrazo de la tía al niño y en las lágrimas de la virgen de la primera película; también, en este segundo episodio, en la claridad final de la atmósfera que envuelve el último diálogo entre el médico y un enfermo felizmente recuperado.
Asimismo, creemos que este triunfo de la vida nos está indicando que, ante la enfermedad de nuestra sociedad, no todo está perdido. Los errores humanos no tienen por qué desencadenar siempre desgracias –sobre todo si somos coherentes con el sentido de la contingencia de la vida que hemos venido resaltando hasta ahora. Kieslowski parece sugerir, más bien, que sí existe una esperanza para el hombre.
Inmediatamente se nos viene a la mente una imagen que resulta sugerente para redondear esta idea. En su película Azul, el director polaco realiza una toma similar a aquella en la que sitúa al enfermo del Decálogo, II: filma en primer plano un tubo de metal oxidado del que gotea agua constantemente; minutos después ocurre un accidente de tránsito en el que mueren el esposo y la hija de una mujer. Después de esta tragedia, ella se abandona en su soledad e intenta aniquilar sus recuerdos; sin embargo, logra reconciliarse con su pasado y emprende una nueva vida. Así, pues, luego de la desgracia aparece la oportunidad de un nuevo comienzo. En el caso del Decálogo, II, la toma del goteo del tubo oxidado que acompaña al enfermo no señala la llegada de la muerte, pero sí nos transmite una sensación de que esta parece estar cerca. Después del proceso de desgaste y agonía, surge un nuevo comienzo: un niño nacerá y, con él, una oportunidad –tanto para Dorota como para su esposo– de mirar el mundo con ojos renovados.
III
Queda, por último, preguntarnos por qué el Decálogo, II corresponde al segundo mandamiento, que se expresa en el Antiguo Testamento mediante la siguiente frase: “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano…” (Ex 20: 7). En el Evangelio de Mateo, Jesús explica y pide: “No juréis en modo alguno” (Mt 5:34). Hay muchas formas de tomar el nombre de Dios en vano o falsamente (blasfemar, por ejemplo, es una de ellas). Sin embargo, lo que más nos interesa es la aclaración que hace Jesús sobre el mandamiento, pues en ella pide que no nos acostumbremos a jurar “ni por el cielo, ni por la tierra” (Stgo 5:12). ¿Por qué el juramento en nombre de Dios constituye un acto prohibido?
Fernando Savater participó en una serie de televisión dedicada a los Diez Mandamientos que luego se transformó en el libro titulado Los diez mandamientos en el siglo XXI. En el texto, el autor interpreta los mandatos bíblicos a la luz de la realidad y las exigencias actuales. En la prohibición de jurar en vano encuentra Savater una llamada a dejar de banalizar las promesas. Él observa que con frecuencia ponemos a Dios como testigo para respaldar alguna afirmación, aun cuando sepamos que no podremos cumplir con lo prometido. De algún modo, usamos el nombre de Dios para buscar la credibilidad del otro, pero a veces nos aprovechamos de ella para perjudicarlo. El juramento es considerado en nuestra sociedad algo valioso y en lo que podemos creer, y es justamente por eso que algunas personas lo utilizan para abusar de la confianza de los demás (los políticos, por ejemplo, que buscan el apoyo de la gente y emiten juramentos y promesas sin intención de cumplirlas). La interpretación de Savater está enfocada, así, en la finalidad del juramento, es decir, en las consecuencias. El juramento debe ser evitado como medio para aprovecharse del otro; ahí radica su vigencia actual, según el autor17.
Nosotros, por el contrario, examinaremos el significado del juramento a partir de la actitud que implica su emisión. Así, entenderemos que la prohibición de no jurar constituye una llamada de atención a la soberbia humana. Lo que se condena no es tanto que se utilice el nombre de Dios para aprovecharse del otro, sino que se pretenda que uno puede tener seguridad absoluta sobre lo que está fuera del alcance y de los límites humanos. Ésta es la pista que nos ofrece la película y que hemos estado siguiendo hasta ahora.
Hemos señalado que el principal error que cometen los protagonistas radica en actuar como si fueran dioses, en tanto pretenden saber con certeza si una persona (el marido de la vecina) vivirá o no. Que la película esté inspirada en el segundo mandato bíblico nos hace pensar que “jurar” se percibe como jugar a ser Dios, creer que podemos ir más allá de nuestra condición humana y pretender una seguridad absoluta sobre aquello que podría ser de otra manera y que no depende de nosotros.
La prudencia aristotélica nos enseña a deliberar sensatamente y a no hacer afirmaciones con seguridad “divina” o absoluta sobre cuestiones sujetas a la contingencia o al azar. Así, la exigencia de no jurar supone dos momentos. En primer lugar, requiere del conocimiento del hombre de sí mismo, es decir, de su aceptación como ser finito, transitorio, limitado. En segunda instancia –y como consecuencia de lo anterior– implica que nos abstengamos de actuar como si fuéramos Dios, pues hablar o jurar en su nombre desde nuestra condición humana es ponernos en su lugar y, en ese sentido, ir más allá de nuestras capacidades.
Mediante el análisis de la película podríamos llegar a la conclusión de que Kieslowski parece compartir esta interpretación del mandamiento. En efecto, más que la consecuencia del juramento –que no es fatal, sino todo lo contrario–, interesa la actitud que supone emitirlo. El médico que jura en nombre de Dios es el que predice con total certeza lo que va a suceder, a pesar de que sabe que dicha predicción no es posible. Así, el doctor reconoce sus límites (la primera exigencia del mandamiento sí está presente en su personaje); no obstante, jura. Dorota, en cambio, ni siquiera reconoce estas limitaciones, pues cuando le pide al médico que jure cree que el pronóstico sobre la muerte de su marido es posible. De esta manera, las acciones imprudentes constituyen una desobediencia del mandato divino. Dicho con otras palabras, sólo si dejamos de “hablar” o “jurar” en nombre de Dios será posible actuar con prudencia, pues nos habremos limitado a deliberar exclusivamente sobre lo probable, a tomar decisiones acerca de aquello que está a nuestro alcance y a dejar de lado nuestras pretensiones de certeza absoluta. Solamente desde nuestra condición humana podemos mirar el mundo; por ello, se hace imperativo no intentar ser dioses, sino observar a los hombres desde nuestra parcialidad y nuestras limitaciones tal como el mismo Kieslowski lo hace, cuando a partir de la mirada del paciente nos transmite la sensación agonizante de una sociedad enferma.
Este mandamiento se complementa con el primero, que expresa la exigencia de amar siempre a Dios y prohibir la adoración de otros dioses diferentes a Yaveh. Así, lejos de ser una mera condena de las religiones panteístas, el primer mandato bíblico nos exige, parafraseando a Nietzsche, dejar de construir “ídolos de barro”. En efecto, en el endiosamiento de lo mundano –de la técnica, en el caso del primer episodio– se esconde la necesidad que tiene el hombre de aumentar su poder hasta sentirse todopoderoso. Y eso es justamente lo que ocurre en la primera película de Kieslowski: idolatrar a la computadora constituye un síntoma de la necesidad que tiene el padre de calcular y predecir todo con la ayuda de este instrumento. Lamentablemente, como ya adelantamos, la desgracia ocurre cuando los cálculos son inútiles porque no permiten pronosticar ni prever la tragedia. Aquí, el padre también juega a ser Dios: no tiene en cuenta el ámbito del azar, de lo impredecible, de aquello que va más allá de toda capacidad humana de control. Ese mismo ámbito es el que, según el mandamiento, debemos “amar” –aceptar, respetar y reconocer.
La exigencia cristiana de amar a un solo Dios nos debería conducir, inmediatamente, a cumplir el segundo mandamiento. Efectivamente, una vez que respetemos el ámbito divino y no nos entrometamos en él, las acciones que realicemos deberán llevarse a cabo siendo conscientes de nuestra condición. Esto significa, insistimos, dejar de lado la pretensión de creernos dioses, es decir, abstenernos de jurar. Así, tanto el primer mandamiento como el segundo (no es gratuito que en ambos se mencione directamente a Yaveh) nos recuerdan nuestros límites humanos y nos exigen vivir reconociéndolos y actuando prudentemente.
Una cita de Kolakowski, filósofo compatriota de Kieslowski, recogida por Eduardo Russo a propósito del cine de este último, puede sernos muy útil para concluir nuestro trabajo: “Ni los más amplios y espaciosos vuelos podrán librarnos de nuestra piel de hombres”18.
Notas:
- Aristóteles, Ética Nicomáquea, II, 6, 1106a21-24, Madrid, Gredos, 1985.
- Ibid., VI, 5, 1140a25 –27.
- Cf. Ibid., 1094b25.
- Ibid., VI, 9, 1142b1-4.
- Ibid., VI, 7, 1141b9-13.
- Pierre Aubenque, La prudencia en Aristóteles, Barcelona, Grijalbo Mondadori, 1999, p. 130.
- Aristóteles, op. cit., VI, 7, 1140b20-21.
- Ibid., VI, 2, 1139a24.
- Ibid., I, 3, 1095a3-6.
- Ibid., VI, 2, 1139a33-34.
- Aubenque, op.cit., p. 113.
- Aristóteles, op. cit., III, 1, 1110 a 13-14.
- Ibid., VI, 5, 1140b11-12.
- Ibid., VI, 1, 1138b19-20.
- Ya Platón había afirmado en Cármides, a propósito de la inscripción délfica “Conócete a tí mismo” que “el dios no dice otra cosa, en realidad, a los que entran, sino ‘sé sensato’” (164e). Mediante este reclamo de sensatez se reafirma la necesidad de mesura y moderación en las acciones humanas. Platón, Cármides en Diálogos, Tomo I, Madrid, Gredos, 1997.
- Sófocles, Antígona, 1350 en Tragedias, Madrid, Gredos, 1981.
- Cf. Fernando Savater, Los diez mandamientos en el siglo XXI, Buenos Aires, Sudamericana, 2004, pp. 37-51.
- Russo, Eduardo, Krzysztof Kieslowski o la obra inconclusa en La gran ilusión, nº 6, Universidad de Lima, Perú, 1996, p. 53.
Autor: Úrsula Carrión Caravedo
Úrsula Carrión Caravedo es licenciada y magíster en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Actualmente trabaja impartiendo cursos de Filosofía Antigua en la Pontificia Universidad Católica del Perú y cursos de Filosofía y de Lenguaje en la Universidad del Pacífico.