La educación en tiempos de la COVID-19

Cerca de cuarenta millones. Este es el número que aparece al poner las palabras “educación” y “confinamiento” en el buscador de Google. Una realidad que, sin duda alguna, nos advierte de la gran cantidad de material escrito sobre este tema. Obviamente, mucho del material referenciado está vinculado a noticias, aulas cerradas y casos que han aparecido durante el actual curso 2020-2021. Pero esto no niega la cantidad de material que se ha escrito sobre este aspecto, en teoría para facilitar el del profesor. Propuestas que, en muchas ocasiones, más que por su interés y calidad, pensadas por y para el docente, circulan bajo el afán de referenciar a su autor a modo de un nuevo impulso para su proyección personal.
Así las cosas, es más que posible que el lector que se acerque a esta revista haya leído algún que otro artículo sobre modelos de trabajo a distancia, posibles planteamientos y la palabra más usada, “oportunidad”. Al margen de lo pretencioso –y perjudicial– que puede suponer afrontar todo proceso de cambio con una sonrisa, lo cierto es que todo aquello que nos obliga a encarar circunstancias difíciles, también nos exige reinventarnos y redefinirnos.
La tristeza, la soledad y la muerte son tres de los anatemas más evidentes de una sociedad como la nuestra, enclaustrada en su hedonismo e incapaz de dejar de mirarse en el espejo para atender a la otredad en su intento de generar una falsa realidad sobre uno mismo y sus posibilidades que imposibilita cualquier proceso comunicativo que lo ponga en cuestión. La imposición de todo falso optimismo se pone en cuestión al negar cualquier crítica que inmediatamente es tildada de pesimismo, cualquier indicio de comunicación sobre estos temas parece impertinente por lo que es borrado, condenando a quien los padece al ostracismo social.
En suma, se trata de una consecuencia de una sociedad infantil que presume de sus carencias ante su incapacidad para afrontar la vida tal y como es, y no como una construcción imaginativa que se doblega a nuestro antojo.
A nadie se le escapa que todo centro educativo es un espacio humano donde, además de aprender conocimientos, nos retroalimentamos y formamos como personas entre personas. En este campo como en la vida misma, el otro es nuestro máximo referente. En este marco afrontar cualquier perdida humana es, como no puede ser de otra forma, un trance doloroso, pero no estamos solos. Podemos y debemos generar espacios para hablar, exorcizar y compartir nuestros temores y exorcizar nuestro dolor. La vida también implica perder y negarlo no hace que las pérdidas desaparezcan, más bien todo lo contrario. Lo adecuado es, sin recetas ni propuestas restrictivas, poder estar mal y más que no tener miedo a expresarlo, sentirnos libres para poder decirlo en caso de que queramos. Al fin y al cabo, hablar de la muerte es algo tan complejo como simple. Bastaría con mirar hacia el ineludible final de nuestras vidas. Esto, como es lógico, no implica que debamos hacer del fatalismo nuestra bandera, sino que, puestos a alzar una, que esta sea la de la vida misma, a modo de una tela tejida con alegría y sufrimiento, conscientes de que ninguna de las dos, dura para siempre. Afrontar esta realidad nos permite crecer emocionalmente más fuertes, no por ser individuos capaces de enfrentarse a, sino comunidad de individuos capacitados para hablar y ayudarse cuando sea necesario.
Pero la COVID-19 no solo ha puesto en jaque esta perspectiva evidenciando nuestra parvedad y nuestras carencias emocionales ante dicha incapacidad para dialogar con y desde el dolor. También ha puesto sobre el tapete las consecuencias de una sociedad acrítica en todo un amplio espectro que atraviesa las redes sociales, abarca a los medios de comunicación y llega hasta los especialistas y, como no puede ser de otra forma, a la propia comunidad educativa. En efecto, mientras las redes sociales han vivido un período de eclosión incontenible ante su capacidad de interconexión, se ha advertido más que nunca del descontrol absoluto de sus contenidos. En este contexto en el que nadie parece hacerse responsable del contenido vertido, los agentes educativos se han hecho eco y han proliferado múltiples consejos y advertencias de cómo proceder en la distancia bajo la premisa de que todo vale mientras sea inmediato. El resultado es más que conocido. Una gran cantidad de profesores, padres y estudiantes exhaustos, superados por la carga de trabajo y la adecuación a la nueva situación.
Así las cosas, dos son, a nuestro entender, las necesidades que esta situación ha evidenciado:
• La necesidad de generar espacios de comunicación en la que encontrarnos. Se trata de poner en valor la educación emocional –tal y como reflejaba el número anterior de esta revista– sentirnos acompañados, hablar y escucharnos. El diálogo ofrece tanto un mecanismo de pensamiento y razonamiento crítico, como un marco para la colaboración y la comunicación productivas. Así, toda pedagogía dialógica implicará necesariamente a los profesores con los alumnos, pero también con ellos mismos, con el fin de comentar y construir acumulativamente sobre las ideas de cada uno, planteando preguntas y construyendo interpretaciones juntos. Tal y como advierten autores como Alexander (2011), Mercer (2000) y Barnes y Todd (1977), cabe atender a la perspectiva de otro para construir y criticar el conocimiento compartido.
• La importancia de la solidaridad. La pandemia nos ha obligado al confinamiento y al aislamiento social, y ha terminado por poner de relieve lo que verdaderamente importa: la solidaridad, la empatía y, en suma, el respeto por el otro, principio y fin del respeto a nosotros mismos. Por su parte, por más que algunos gurús se empeñen en que nos dobleguemos a las bonanzas de la tecnología, la educación es un proceso afectivo, como toda realidad social, y el profesor no es un mero tecnócrata, de igual modo que el estudiante no es un recipiente vacío. En este sentido la tecnología, como cualquier otra herramienta educativa, es un medio, no un fin en sí. Se trata de un punto intrínsecamente unido al anterior y avalado por el convencimiento de la comunidad educativa de que el distanciamiento y la realidad virtual de las clases no puede ni debe sustituir el contacto, el resorte emocional y la cercanía que supone el cara a cara, lo cercano y tangible, el sentirnos parte de y no ajenos a. Debemos protegernos, ampararnos y acogernos en vez de actuar como individuos aislados. El referente, no podemos cansarnos en subrayarlo, no es un nuevo o viejo “gurú” con una pretendida nueva, pero vieja fórmula. El referente, en última instancia, es el otro.
Ambas perspectivas nos muestran que el docente, como el estudiante, es un ser social y como tal necesita por igual, de una retroalimentación que empieza y acaba en lo afectivo, esto es, en su reconocimiento. En aras de ese reconocimiento, la comunidad educativa junto a las instituciones pertinentes deben promover el diálogo, el aperturismo y lo creativo, frente al discurso, la cerrazón que implica toda endogamia y lo meramente repetitivo.
Por su parte, el aprendizaje y la enseñanza basados en proyectos como parte del ámbito del "aprendizaje activo" suponen una herramienta eficaz para abordar la distancia generada por las clases online. En este sentido, las nuevas tecnologías permiten continuar con la implementación de metodologías de enseñanza y aprendizaje como modelo opuesto a la enseñanza directa. Así, son numerosos los profesores que han llevado a cabo prácticas de aprendizaje basado en tareas, en problemas, en descubrimiento o el aprendizaje basado en retos o en proyectos para lidiar con el distanciamiento. Estrategias que subrayan la idea de que el conocimiento no es una posesión del docente a transmitir a los estudiantes, sino más bien el resultado de un proceso de trabajo entre ambos sujetos educativos, estudiantes y docentes, mediante el cual el papel del docente y el estudiante deja de ser el de la exposición de contenidos y la escucha activa respectivamente.
Los trabajos que presentamos en este número recogen una serie de propuestas realizadas desde esta perspectiva ante la coyuntura vivida. Trabajos todos ellos basados que buscan incorporarse al debate sobre el modelo de educación dialógica a la que pretendemos llegar y cuyo máxima o denominador común es la comunicación entre profesores y alumnos, como iguales en posición de conocer y reconocerse en momentos de incertidumbre y dificultad. Un intento que parte de la necesidad de poner por encima de un modelo individualista –construido a base de axiomas que propugnan autodenominados expertos valedores de la única verdad educativa, a saber, la suya– a toda una comunidad, mediante experiencias que ayuden al diálogo, sin fagocitarse, para seguir creciendo y retroalimentándonos. Valga este número especial de Comunicación y Pedagogía como breve muestreo de prácticas realizadas durante el confinamiento y nuestro sincero reconocimiento al esfuerzo y entrega de toda la comunidad educativa en estos difíciles tiempos de pandemia.
Bibliografía
- ALEXANDER, R. (2011). "Towards dialogic teaching: Rethinking classroom talk". Cambridge: Dialogos.
- BARNES, D. y TODD, F. (1977). "Communication and learning in small groups". Londres: Routledge & Kegan Paul.
- MERCER, N. (2000). "Words and Minds: How We Use Language to Think Together". Londres: Routledge.

Autor: José Antonio Mérida Donoso
Profesor interino del Departamento de Didácticas Específicas en la Universidad de Zaragoza (Unizar).