La vida ancha

La visión de Gonzalo Moure del viaje desde lo más profundo de su corazón nos permite reflexionar sobre la necesidad de hacer nuestro viaje personal para recuperar las raíces de cada uno de nosotros.
Escribí una vez que viajo porque amo, y amo más porque viajo. Una frase circular, casi un palíndromo de conceptos que se realimentan indefinidamente. Y al mismo tiempo un recordatorio que me obliga a seguir mirando hacia delante, con la certidumbre de que vivir es llegar al horizonte y volver. Volver al final a Ítaca para morir con las alforjas vacías y llenas, sin nada y con todo. Decía un sabio sufí que cuando muramos no lamentaremos no haber sido más ricos, sino haber amado más. Y así lo siento. Para mí amar es escribir, y sin plan alguno he ido dejando que lo viajado se confunda casi con lo escrito.
He viajado persiguiendo sueños. Sueños perdidos, caminos abandonados hace muchas generaciones por el hombre fabril y febril que por fin se apoderó de nuestras almas. El sueño de la tierra como espacio común, por ejemplo. Hubo un día en el que las civilizaciones nómadas comenzaron a perder la partida, a ceder el tablero a las otras, las civilizaciones que parcelan, dividen, poseen y guerrean para poseer, para tener. Perdió el ser contra el estar. Perdió el compartir contra el tener. Busqué ese ser y ese compartir, y todavía lo busco, en el Sáhara Occidental, donde el naufragio lento de las jaimas nos deja ver todavía los restos de aquella civilización. Restos entre los que se conserva aún la brasa encendida de lo que fue un día la humanidad. He tenido la suerte de ser un viajero que llegaba un atardecer a un campamento en las remotas fronteras del tiempo y el espacio que no marca el desierto, y he sido recibido en él con toda la generosidad y la hospitalidad del que acoge al náufrago en el océano. Luego busqué en otros rincones del mundo otros vestigios del nomadismo: en Tibet, o en el Centro de Asia. Pero en todas partes el nómada está ya en retirada, perseguido por una jauría de todoterrenos salvajes.
Una vez, en el corazón de la taiga, asistí a una de las últimas batallas entre el mundo que retrocede y el otro que avanza. El ough (la yurta) nos servía de refugio para la fría noche. En él estábamos los viajeros en el corazón de una familia todavía nómada, con un todavía muy, muy débil pulso, como el de un moribundo. Uno de los hijos del jefe de aquel campamento había ido a la lejana ciudad con dinero, y atravesando ríos y lodazales en su jeep soviético había logrado traer una televisión y una antena. Había trepado al abeto más alto, puesto en su copa la antena, enchufado el televisor a la batería del jeep. No se veía ni oía mucho, pero el interior del ough tenía un silencio de tumba, porque la familia del último nómada trataba de conectarse con Nueva York y Moscú a través de aquellas oscilantes imágenes llenas de una nieve metafórica. Pasó una hora, silencio bajo las mantas en la taiga perpleja, resplandor azulado en todos los rostros y las bocas abiertas. Hasta que se levantó el último nómada, desenchufó el ingenio, lo sacó del ough, lo puso encima del picador de la leña, volvió al interior para elegir un fusil, salió, se echó el arma a la cara y despanzurró el televisor de un solo disparo. Y volviéndose hacia sus hijos, que aún le miraban como quien mira a un loco, les dijo: “Y ahora, a contar historias y a cantar canciones, como se hizo siempre”. El último disparo del último maquis.
"He viajado persiguiendo sueños.
Sueños perdidos, caminos abandonados
hace muchas generaciones
por el hombre fabril y febril
que por fin se apoderó de nuestras almas"
Creo que escribo para unir los disparos de mis teclas a los de aquel Mongúsh que se disculpaba con una sonrisa triste. Mis palabras no llegan muy lejos, pero aún puedo levantar la mano para escoger un libro en la biblioteca, buscar por ejemplo Los trazos de la canción de Bruce Chatwin, El leopardo de las nieves de Peter Mathiessen, Ébano de Kapuscinski. Vestigios de un mundo que fue, que está dejando de ser. Por eso no digo lee, porque tendrás tiempo para hacerlo. Digo viaja, porque para eso queda poco tiempo. Viaja para descubrir, para buscar, viaja para salvar los restos del naufragio, viaja para evitar tu propio naufragio catódico en el mar de los chips.
Y es que me importa un pimiento que mi vida sea larga. Ayer contemplaba a unos mirlos tomando el sol, protegidos de la brisa, las alas extendidas, en comunión perfecta con la naturaleza, ajenos al inicio del fin de su especie, sin conciencia alguna del desastre. Su placidez hacía de sus vidas efímeras un instante eterno. La vida larga no importa, solo importa la vida ancha.
Autor: Gonzalo Moure
Gonzalo Moure es escritor.

