Los temas de la ciencia ficción

Especulación y maravilla, son los dos rasgos constitutivos del género narrativo denominado ciencia ficción y los que configuran su amplio mundo de fabulación y reflexión. En este artículo Miquel Barceló analiza los temas clásicos de la ciencia ficción, comentando algunas de las obras más destacadas de este género.
Se pueden poner puertas al campo? La sabiduría popular, muy acertadamente, lo niega, de la misma forma como negaría cualquier experto o aficionado la posibilidad de hacer un elenco completo de los temas que trata la ciencia ficción. Pero siempre se puede intentar poner una sencilla valla en el ancho campo y fomentar al menos algunos del casi infinito número de temas que ha tratado la narrativa de ciencia ficción.
La ciencia ficción
Rizando el rizo de las definiciones no se llega a ninguna parte. Nietszche ya nos decía que “no se puede definir aquello que tiene historia” y, desde el Frankenstein (1818) de Mary Shelley, los casi dos siglos de historia de la ciencia ficción la han cambiado tanto como para que ninguna definición le cuadre a todas sus manifestaciones.
Para Isaac Asimov, uno de sus más famosos y brillantes cultivadores, “la ciencia ficción es esa rama de la literatura que trata de la respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología”. Se trata, pues, de una literatura de género sumamente especializada. Una literatura que, además de la diversión y el lícito entretenimiento, logra también un cierto grado de adaptación al cambio, hoy ya omnipresente en nuestras vidas.
Conviene recordar aquí que gran parte de la mejor ciencia ficción intenta responder a la pregunta ¿Qué sucedería si...?, en la que se analizan las consecuencias de una hipótesis que se considera extraordinaria o todavía demasiado prematura para que pueda presentarse en el mundo real. ¿Qué sucedería si hubiera clones de humanos? ¿Qué ocurriría si construyéramos verdaderas inteligencias artificiales? ¿Qué sucedería si nos encontráramos con extraterrestres? ¿Qué ocurriría si pudiéramos viajar al pasado? etc. Ése es el aspecto especulativo de la ciencia ficción, el que nos prepara para enfrentarnos a un futuro distinto.
Se trata de lo que algunos denominan el “condicional contrafáctico”, una hipótesis que rompe con los hechos conocidos para especular con opciones alternativas. Una manera de proceder que explica (aunque no justifica...) la imagen popular de considerar cualquier absurdo como una propuesta de “ciencia ficción”. Afortunadamente, esa capacidad de especulación libre y sin trabas acaba siendo un buen entrenamiento para enfrentarse al cambiante mundo de nuestros días.
La ciencia ficción es, pues, una narrativa eminentemente especulativa que, junto a nuevas alternativas en el mundo de las ideas, incorpora, además, el llamado “sentido de la maravilla”, la inevitable sorpresa del lector ante los nuevos mundos, personajes y sociedades que la ciencia ficción propone. Una característica que comparte, por ejemplo, con la novela histórica o los libros de viajes que nos describen realidades exóticas y desconocidas como, en cierta forma, hace también la ciencia ficción.
Especulación y maravilla, serán pues los dos rasgos constitutivos del género narrativo denominado ciencia ficción y los que configuran su amplio mundo de fabulación y reflexión. En la buena ciencia ficción encontramos de todo, como en botica: especulaciones en torno a la tecnociencia y sus efectos, nuevos mundos con todo tipo de alienígenas, nuevas sociedades y distintas maneras de organizar la relación entre los individuos que forman una comunidad, la revisión speculativa de la historia, aventuras sin cuento a lo largo del espacio y del tiempo, y un largo y casi interminable etcétera. Los temas son, como se ha dicho, casi infinitos. Veamos algunos de ellos.
El viaje por el espacio
Cuando, en 1957, se preguntaba al francés Michel Butor de qué trataba la ciencia ficción, su respuesta fue clara: “de los viajes interplanetarios”. No es completamente cierto pero podría parecerlo.
En realidad, el viaje por el espacio ha sido siempre un tema típico de la ciencia ficción de aventuras y ha dado lugar a uno de sus subgéneros más característicos como lo es el llamado space opera del que films como La Guerra de las Galaxias (1977, George Lucas) o realizaciones televisivas o cinematográficas como Star Trek (1966 y siguientes, Gene Roddenberry) son ejemplos significativos al alcance de todos.
Nuevos sistemas de propulsión han amenizado ese tipo de tratamiento temático. El primer ejemplo fue la suicida nave/bala-de-cañón de De la Tierra a la Luna (1865, Jules Verne), donde la aceleración de despegue, concentrada por efecto de una única explosión impulsora de la nave/bala-de-cañón, sólo podía haber convertido a los tripulantes en pulpa de carne de humana.
Más sutil fue la solución del británico Herbert G. Wells al imaginar una sustancia, la cavorita que, al igual que los dieléctricos hacen con la electricidad, “apantalla” la fuerza de la gravedad. Se trata de una, llamémosle, “licencia poética” sólo permisible en aquellas fechas, antes de que Albert Einstein, en 1915 con la teoría de la relatividad general, nos enseñara que la gravedad no es más que la deformación producida en la geometría intrínseca del espacio por efecto de la presencia de masa. No hay manera de que una sustancia pueda ser una “pantalla” contra el efecto gravitatorio.
Con posterioridad a la obra de Verne y Wells, los “padres fundadores” de la ciencia ficción, lo cierto es que el espacio parecía la única frontera todavía misteriosa y exótica donde ambientar nuevas aventuras de todo tipo. Una reflexión que está presente en la serie televisiva Star Trek antes citada y que, posiblemente, se concreta por primera vez en la obra de Edgar Rice Burroughs.
Burroughs era un autor de novelas de aventuras que trataba de situar en ambientes que pudieran resultar exóticos y misteriosos para sus lectores. El ejemplo de Tarzán (1912 y siguientes) resulta ejemplar en este sentido. Pero en las primeras décadas del siglo XX, el territorio terrestre empieza a ser conocido y estar cartografiado casi en toda su extensión. Casi no queda lugar para el exotismo, pero eso no arredra a novelistas como Burroughs: si no hay territorios ignotos para nuevas aventuras exóticas en la Tierra, ¿por qué no hacer que esas aventuras transcurran en otros planetas? Dicho y hecho. Tras Tarzán, Burroughs empezó a narrar las aventuras de John Carter en Marte (llamado Barsoon) en la serie iniciada en Una princesa en Marte (1912), o las de Carson Napier en Venus desde Los piratas de Venus (1932).
Después, con la madurez de la ciencia ficción, el viaje por el espacio ha estado presente en una gran cantidad de narraciones de todo tipo que, en cierta forma, han ido configurando nuevos temas que el viaje espacial hacía posibles: el llamado “primer contacto” que no es más que el primer encuentro con alienígenas inteligentes, la descripción de nuevas sociedades alienígenas, la colonización y/o terraformación de otros planetas, los nuevos sistemas para viajar “con rapidez” a través de las inmensas distancias espaciales pese a la limitación einsteniana que establece que la velocidad máxima en nuestro universo es la de la luz (desde el hiperespacio, a las naves generacionales, la criogenia o el uso de agujeros de gusano...) y un largo etcétera.
Tal vez Michel Butor no tuviera toda la razón, ya que la ciencia ficción es algo más que “los viajes interplanetarios”, pero sin el viaje interplanetario, la ciencia ficción no sería lo que es.
El viaje por el tiempo
Si el viaje por el espacio es típico en la ciencia ficción, no lo es menos el viaje a través del tiempo.
Todos somos viajeros del tiempo, desplazándonos en él hacia adelante a la clásica “velocidad” de un segundo por segundo, pero la ciencia ficción ha imaginado la posibilidad de moverse en los dos sentidos posibles en el tiempo (hacia adelante y hacia atrás) a “velocidades” superiores. Esto abre nuevas posibilidades de exploración y nuevos territorios ignotos que explorar.
El primero en abordar el viaje por el tiempo, como en casi todo en la ciencia ficción, fue el británico Herbert G. Wells con La máquina del tiempo (1895), un intento de situar en un futuro muy lejano (el año 802.701) una caricaturesca especulación en torno al posible futuro de las clases sociales: los burgueses dependientes del trabajo ajeno (los infantilizados eloi de la novela) y los proletarios acostumbrados a trabajar con las máquinas (los bestializados morlock). Una visión que recogía las preocupaciones del socialista fabiano que era Wells.
Pero, más adelante, los autores de ciencia ficción descubrieron que si bien el viaje al futuro permitía imaginar y mostrar las posibles consecuencias de nuestro presente, el viaje al pasado abría un mundo nuevo de especulaciones lógicas en torno a las paradojas que ese viaje al pasado podría provocar.
Hay paradojas abiertas como la clásica de la persona que viaja en el tiempo al pasado para acabar matando a su abuelo (o abuela, no conviene ser machistas...) antes de que se engendrara su propio padre (o madre...) haciendo así imposible su propio nacimiento. Las consecuencias de los actos del protagonista hacen su vida imposible y, por consiguiente, paradójicamente, su propia actuación.
Hay también paradojas de círculo cerrado en las que la información “circula” sin creador evidente. Un caso famoso y muy repetido es el del historiador literario que desea averiguar “quien escribió las obras de Shakespeare”. Para ello, viaja al pasado y allí descubre que Shakespeare es un joven holgazán nada dotado para las artes literarias y, llegado el momento en que se publicaron cada una de las obras del bardo inmortal, el historiador se ve obligado a copiar esa obra del volumen de obras completas de Shakespeare que llevaba consigo. Sólo así evitará que se produzca un grave cataclismo en el devenir histórico, pero eso deja todavía mucho más abierta la pregunta sobre quien escribió realmente las obras de Shakespeare... Un ejemplo de este tratamiento de la paradoja se encuentra en Misterio mayor (1956) de José Mallorquí.
La paradoja temporal es pues un tema recurrente en la más clásica ciencia ficción y un cliché tan habitual en el género como lo es el famoso problema del asesinato en una habitación cerrada en la novela detectivesca. El peligro de las paradojas temporales ha generado incluso una nueva “policía temporal” dedicada precisamente a evitar sus terribles efectos. Si alguien modificara algún hecho en nuestro pasado, es de esperar que esa modificación pudiera trasmitirse y amplificarse hasta hoy en forma de un presente distinto del que ya existía, originando un verdadero cronoseísmo que deberá ser evitado por los policías del tiempo. Emblemáticas en este sentido son las narraciones de La patrulla del tiempo (1960-90) de Poul Anderson y la novela El fin de la eternidad (1955) del famoso Isaac Asimov donde esa “Eternidad” de que nos habla el título es precisamente la organización encargada de velar por la seguridad e inmutabilidad de la Historia.
En otras historias, como Los hombres que asesinaron a Mahoma (1958) de Alfred Bester se postula que cada ser tiene un continuum temporal que le es propio, con lo que una intervención en el pasado altera sólo el presente del viajero, sumiendo al autor del cronoseísmo en un mundo de sombras más y más vagas cuanto mayor o más repetida es la intervención en el propio pasado.
Aunque el caso más extremo del uso narrativo de las paradojas temporales puede corresponder al famoso relato ¡Todos ustedes Zombies! (1959) de Robert A. Heinlein en el cual el protagonista, gracias a oportunos viajes por el tiempo, a un secuestro, una violación y un estratégico cambio de sexo llega a ser, al mismo tiempo, su propio padre y su propia madre lo que le permite exclamar con orgullo que él conoce de verdad su origen y que todos los demás no somos más que zombies...
La reflexión crítica sobre el maquinismo
El maquinismo es también uno de los muchos temas que la ciencia ficción ha tratado, seguramente como reacción al gran auge de las máquinas de todo tipo de los siglos XIX y XX en los que la ciencia ficción ha forjado su historia.
Desde obras ya clásicas como La máquina se para (1909, E. M. Forster) cristaliza el miedo del ser humano a perder el control de la sociedad sumamente tecnificada y tal vez “deshumanizada”. Algo parecido a lo que Hollywood nos recuerda continuamente en películas como Almas de metal (1973, Michael Crichton), Terminator (1984, James Cameron) o Matrix (1999, Andy y Larry Wachowski), en las que la máquina por excelencia, el robot o el ordenador, se rebela contra los humanos que la han creado.
“Robótica”, por ejemplo, es un término inventado en la ciencia ficción, mucho antes de que fuera una posible realidad, pero no siempre los robots (o sus alter ego, los ordenadores capaces de la inteligencia artificial de que hacen gala los robots) han formado parte del futuro que la ciencia ficción ha imaginado.
En primer lugar, conviene recordar que el término “robot” nació con un traductor perezoso, posiblemente Paul Selver, quien, en 1923, no se atrevió a traducir al inglés el término checo “robota” que se usaba en la obra teatral R.U.R. (Rossum’s Universal Robots) del checo Karel Capek, aparecida en su versión original en 1920. Selver creyó que el inglés “worker” usado para “trabajador” no se ajustaba correctamente con esos casi esclavos obligados a un duro trabajo forzado de la obra de Capek. Al fin y al cabo, los trabajadores británicos tenían algunos derechos... Convencido de que “worker” no representaba el significado con el que Capek usaba el término checo “robota” en su obra teatral, decidió no traducir el término y, así, “robot” entró en el vocabulario inglés. Y del inglés al resto de las lenguas.
Posteriormente, en los años cuarenta, Isaac Asimov introdujo por primera vez el término “robótica” en su serie de relatos sobre robots que se recopiló por primera vez en libro en el famoso volumen Yo, Robot (1950). Adelantándose a la realidad, Asimov, imaginó que se llegaba a construir una tecnociencia especializada en los robots como así ha ocurrido posteriormente. Esa novedosa tecnociencia incluía para Asimov incluso especialistas en la psicología robótica, como la brillante “robopsicóloga” Susan Calvin que protagonizaba la parte humana de la mayoría de los primeros relatos asimovianos sobre robots.
En realidad, en los años cuarenta del siglo XX, el joven Isaac Asimov se sentía incómodo con la imagen que la ciencia ficción estaba dando hasta entonces de los robots y, en definitiva, del maquinismo y las máquinas, de las que los robots vienen a ser la mayor y más potente representación en el imaginario popular. Antes de Yo, Robot, siguiendo la senda ideológica marcada por Forster, los robots eran malvados y representaban una seria amenaza para la humanidad (algo así como los Terminator y Matrix de Hollywood), y eso a Asimov le parecía una aberración. Le parecía (¡era joven!) que el ser humano no sería tan imbécil como para construir unas máquinas de las que no pudiera fiarse.
Por esa razón inventó las famosas tres leyes de la robótica, para insertar en el mismo cerebro positrónico de los nuevos robots asimovianos, una especie de garantía. Esas leyes obligaban a los robots a no hacer daño a un ser humano (primera ley), obedecer a un ser humano (segunda ley) e intentar sobrevivir (tercera ley). Pero el “potencial” de esas leyes era paralelo a su orden: la primera ley tenía prioridad sobre la segunda y ésta sobre la tercera. En realidad, la mayoría de relatos sobre robots de Asimov, jugaban con ligeras alteraciones experimentales de los potenciales de esas tres leyes para presentar pequeñas paradojas que derivan del juego lógico mismo de su interacción.
Aunque, si bien las Tres Leyes de la Robótica asimoviana han permeado toda la ciencia ficción escrita posterior, Hollywood sigue más interesado en los robots malvados que se rebelan, parece ser que dan más posibilidades dramáticas a los narradores y ponen en mayor peligro a los protagonistas (humanos, evidentemente).
Pero, en cualquier caso, la presencia continua de las máquinas es ya una constante en nuestra vida de seres civilizados y la ciencia ficción no podía dejar de especular sobre ello, como, en realidad, siempre ha especulado sobre el posible futuro que nos aguarda.
La prospección del futuro
La preocupación por el futuro que demuestra la ciencia ficción ha hecho que se creyera que podía ser una buena fuente de predicciones. Pero la función principal de la ciencia ficción es especular y no tanto hacer predicciones certeras. Especular no es exactamente lo mismo que predecir ni prever y, en realidad, las muchas y variadas predicciones de la ciencia ficción tienen la misma posibilidad de convertirse en realidad que las del tarot o cualquier otro arte adivinatorio: si se hacen miles de predicciones sobre el futuro, es muy posible que alguna acabe cumpliéndose. La flauta sonó por casualidad. Sólo eso.
Además, por desgracia, la gran mayoría de las supuestas predicciones tecnocientíficas de la ciencia ficción (la única capacidad prospectiva que suele reconocérsele...) tampoco han sido realmente verdaderas predicciones. En realidad son ejemplos más o menos coherentes de un cierto tipo de divulgación científica avant la lettre.
Según el imaginario popular, el ejemplo paradigmático de “predicción tecnológica” en la ciencia ficción es la del submarino Nautilus que Jules Verne describió en Veinte mil leguas de viaje submarino (1870). Pese a la opinión general predominante, no fue en absoluto una predicción tecnológica: la idea de la navegación submarina ya había sido planteada e incluso practicada antes (mucho antes...) de la escritura y publicación de esa novela de Verne.
Ya un viejo estudio de William Bourne, fechado en 1578, había previsto la posibilidad de la navegación submarina de manera análoga a como Leonardo da Vinci imaginara en su día imposibles artefactos voladores. Más tarde, en mayo de 1801, Robert Fulton (el inventor del barco a vapor), parece ser que con el soporte económico de Napoleón, había probado cerca de París un proto-submarino para cuatro personas. Lo más sorprendente es que lo había bautizado igual que Verne a su navío de ficción: Nautilus. Por desgracia, Verne no “inventó” el submarino y, además, ni siquiera el nombre del que aparece en su novela...
Hay otros ejemplos: el Ictineu del catalán Narcís Monturiol, empezó a construirse en 1857 y se probó por primera vez en el puerto de Barcelona en 1859, bastante antes de la novela de Verne. Por si hicieran falta más ejemplos, el 17 de febrero de 1864, en el puerto de Charleston, como una acción naval más de la guerra civil norteamericana, el proto-submarino H.L. Hunley de la Confederación, atacó con torpedos al barco Housatonic de la Unión.
En realidad, Verne no “inventó” el submarino y, tal vez conocedor de esa acción bélica estadounidense, simplemente lo utilizó en su novela, esta vez al servicio de un misántropo héroe solitario, claramente antisocial.
Pobre prospectiva la de este caso sumamente famoso... Pero eso es lo que ha hecho a menudo un determinado tipo de ciencia ficción bien documentada en el aspecto científico: utilizar informaciones existentes sobre la tecnología, para especular e imaginar un posible futuro en el que ciertas posibilidades tecnocientíficas se hayan hecho ya realidad. Algo en este sentido quisimos intentar Pedro Jorge Romero y yo mismo en nuestra novela El otoño en las estrellas (2001), que incluye, al final, una relación de los distintos libros y artículos científicos de los que salieron la mayoría de las especulaciones de la novela sobre nanotecnología, sobre cómo extraer energía de los agujeros negros, sobre la posibilidad de vida en el universo y tantas y tantas cosas que, noveladas, parecen ser claramente de “ciencia ficción” cuando, en realidad, sus raíces se hallan, al menos en este caso, en la ciencia actual...
Cabe reconocer que, otras veces, sí suena la flauta de la predicción tecnológica acertada, aunque sea tan sólo por casualidad. Es el caso que equivale a la profecía del tarot que realmente se cumple ante los millares de predicciones que nunca se hacen realidad.
Recordemos que el 16 de febrero de 1946,el New York Times hacía accesible al gran público (autores de ciencia ficción incluidos...) la gigantesca imagen del ENIAC, que hoy pasa por ser el primer ordenador electrónico de la historia. El ENIAC era una máquina descomunal que pesaba más de 20 toneladas, incluía unas 18.000 válvulas de vacío y ocupaba toda una gran habitación en la que diversas personas operaban un complejo equipo. La leyenda dice que, dado su gran consumo de energía, cuando se ponía en marcha todo un barrio de Pensilvania se quedaba sin luz eléctrica...
Ante esa imagen, resulta claramente sorprendente el contenido de una narración breve de ciencia ficción que Murray Leinster publicaba el mes de marzo de ese mismo año 1946 en la revista Astounding. Con toda seguridad, la que hoy podemos contemplar como certera predicción tecnológica de Leinster fue posible ya que, en esos tiempos, para que un relato apareciera publicado en marzo de 1946 debía ser entregado unos seis meses antes, en este caso en septiembre u octubre de 1945, mucho antes de que Leinster hubiera podido ver la imagen del ENIAC y “avergonzarse” de su especulación, tan poco en consonancia con la realidad tecnocientífica de la época.
En ese relato más bien humorístico, Un lógico llamado Joe, Leinster imagina (¡en 1946!) un sofisticado aparato de televisión llamado “lógico”, con teclas y no diales, que está conectado gracias a la red telefónica a monumentales “tanques de datos” (data tank), y que permite consultar todo tipo de informaciones, comprar entradas de diversos espectáculos e incluso solicitar cualquier programa televisivo actual o del pasado. Un “lógico” se conecta también con otros “lógicos” de la red para intercambiar mensajes, sonidos e imágenes.
Justo cuando nacía el ENIAC, la imagen popular de unos ordenadores gigantescos, y se abría la entonces incipiente senda de la tecnología informática, Leinster anticipaba nada más y nada menos que la microinformática, las telecomunicaciones y la omnipresente Internet de hoy en día. Un buen ejemplo de predicción tecnológica acertada que, hay que recalcarlo, no se basaba en absoluto en la tecnología disponible ni previsible a mediados de los años cuarenta. Era tan sólo una arriesgada apuesta imaginativa que, para suerte de su autor, el futuro acabó haciendo realidad.
Las nuevas sociedades
La realidad es que, en el amplio campo de que trata la ciencia ficción, encontramos también una voluntad especulativa separada de la ciencia y tecnología y mucho más centrada en las ciencias sociales. A pesar de la opinión popular que, seguramente condicionada por su denominación, suele asociarla prioritariamente al ámbito tecnocientífico, lo cierto es que la ciencia ficción resulta mucho más efectiva (e interesante) en la prospectiva de los aspectos sociales, culturales y económicos que el futuro puede depararnos.
Lo que resulta sumamente interesante y sugerente en la ciencia ficción no es precisamente la predicción correcta o no de un artefacto tecnológico en particular, sino, y eso es lo que realmente importa, como ya se ha dicho, lo que Isaac Asimov consideraba el carácter definitorio de la buena ciencia ficción: especular sobre “la respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología”.
Llegados a este punto, cabe recordar que la especulación prospectiva de la ciencia ficción se realiza con voluntad básicamente artística y no precisamente científica: la ciencia ficción es un arte narrativo, no una ciencia. Si la prospectiva utiliza modelos racionales para imaginar el futuro (o sus tendencias), la ciencia ficción se centra en la utilización de modelos dramáticos para imaginar cómo puede ser el hecho de vivir en ese futuro posible y, de pasada, sugerir otras alternativas.
Ésta es la vertiente que surge con la ciencia ficción del británico Herbert G. Wells, verdadero padre fundador del género en el aspecto que aquí interesa. Conviene destacar que, en 1906, en un discurso de Wells a la Sociological Society británica, el padre de la ciencia ficción moderna recomendaba que la sociología adoptara como “método propio y diferenciador” la creación de utopías y su crítica exhaustiva. Este juego de imaginar futuros (utópicos o no) y, también, el advertir de los peligros implícitos en ciertas tendencias del presente, es uno de los aspectos más enriquecedores de la especulación propia de la ciencia ficción.
En sentido opuesto, parte de la ciencia ficción, al revés de la prospectiva, a veces no pretende adivinar el futuro que será, sino conjurar algunos de los ominosos futuros que podrían aguardarnos. Intenta advertirnos que, de seguir por el camino que hemos emprendido, el futuro que nos aguarda puede resultar terrible.
Se dice por ello que la ciencia ficción puede contemplarse también como una “profecía auto-preventiva”, una profecía que se formula precisamente para motivar reacciones que la hagan falsa y alejen del horizonte ese ominoso futuro que se denuncia.
De la misma manera que algunos autores han escrito utopías sobre futuros o sociedades perfectas, la ciencia ficción también se ha entretenido en imaginar “utopías negativas” (distopías, en la denominación habitual).
En este sentido cabe considerar obras inolvidables como Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, 1984 (1948) de George Orwell, Limbo (1952) de Bernard Wolfe o Las torres del olvido (1987) de George Turner, por citar sólo cuatro clásicos indiscutibles respecto de futuros odiosos por efecto de la manipulación biológica, la dictadura político-tecnológica, la psicología y la economía respectivamente.
Como vemos, no sólo se trata de las extrañas sociedades formadas por esos alienígenas descubiertos en el largo viaje por el espacio del que antes se hablaba, también cabe pensar en distintas formas de organizar la vida social en nuestro propio mundo, siguiendo la estela “sociológica” que sugiriera Wells hace ya casi un siglo.
Por eso, a mi entender, junto a las “profecías auto-preventivas” de las peores distopías, cabe también una visión constructiva y ejemplarizante. En este sentido, tienen un gran atractivo y resultan de sumo interés respecto al futuro que nos aguarda algunas de las narraciones de la mejor ciencia ficción escrita de las últimas décadas. Me refiero a esa ciencia ficción que escriben algunas mujeres para hacer ver a sus lectores que, por decirlo de manera un tanto eufemística, la relación de poderes entre los sexos no tiene porqué ser siempre tan sesgada como ocurre en nuestra sociedad. Así lo han hecho, entre otras, Ursula K. Le Guin en La mano izquierda de la oscuridad (1969), Margaret Atwood en El cuento de la criada (1985) o Sheri S. Tepper en La puerta al país de las mujeres (1988), obras todas ellas inolvidables e imprescindibles.
A modo de conclusión
Valgan estas breves notas a modo de aproximación a la gran multiplicidad de temas que trata la ciencia ficción. Han quedado muchas cosas en el tintero, muchos temas que glosar, muchos ejemplos con los que ilustrarlos. Evidentemente se trata sólo de una pequeña valla en el ancho campo de la temática propia de la ciencia ficción. Es imposible poner puertas al campo...
Autor: Miquel Barceló
Miquel Barceló es Doctor en Informática, Ingeniero aeronáutico y diplomado en energía nuclear; profesor de la Facultad de Informática del Departamento de Ingeniería de Servicios y Sistemas de Información (ESSI, por sus siglas en catalán) de la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC) y editor, traductor y escritor, especializado en el género de la Ciencia Ficción.

