¿Qué he hecho yo para merecer esto? (I)

Repaso cinematográfico de las novelas de Arturo Pérez-Reverte como La carta esférica, El capitán Alatriste o La tabla de Flandes.
"El prefacio es la parte más importante del libro. Hasta los críticos suelen leerlo". (Phillip Guedall)
Hace alrededor de un año, mes arriba mes abajo, les contaba yo a ustedes mi parecer sobre la película Alatriste. Aprovechaba, de paso, para declararles mi arrebatada pasión por la maravillosa serie de El capitán Alatriste, trabajo indescriptible y monumental del novelista Arturo Pérez-Reverte. Sé que no escatimé elogios y parabienes hacia sus libros, pues, aparte la serie nombrada, siento un profundo respeto y una sincera admiración por el resto de su producción literaria, y no me pierdo tampoco ni uno de sus “Patente de Corso” que publica en XL Semanal todos los domingos: Dios le guarde la salud y los siga entregando por muchos años. Por aquella época, ya digo, septiembre del 2006, yo no conocía personalmente a Pérez-Reverte, por lo que me sentía con absoluta libertad para escribir sobre sus novelas lo que pensara o sencillamente, dada mi chulería inherente al ejercicio de la crítica, lo que me viniese en gana. Ocurre que por un lance del destino ajeno a aquel artículo, Arturo Pérez-Reverte, señor educado y generoso, me brindó con su sencillez habitual, su amistad, la cual acepté con orgullo y grandísima ilusión. Alguno de ustedes dirá que cómo puedo decir que el Pérez-Reverte es educado, con lo que despotrica en los papeles; y a algún “periodista” (las comillas aparecen ya solas al teclear el palabro en cuestión, se lo juro) más de una vez lo ha mandado, dicho a la pata la llana, a recolectar espárragos. A lo que yo contestaría sin titubeos que no es más que una pose: la de un personaje público extraído de su persona. Es una manera como otra cualquiera de evitar que los medios de comunicación y las tertulias televisivas le den la barrila y le deje tiempo para hacer alguna de las tres cosas que más le gustan: escribir, leer o navegar. Esto que digo lo corroborará todo aquel que lo conoce; incluso cualquiera de los miles de lectores que alguna vez se le haya acercado a pedirle que le dedique un libro, o simplemente a expresarle su admiración o los buenos ratos que pasa con sus aventuras. A él, a ellos, a sus lectores, a quien le ofrezca un saludo o intercambie, respetuosamente, cuatro palabras con él, jamás le(s) devolverá un mal gesto ni una palabra desconsiderada; todo lo contrario: yo he sido testigo de cómo se entrega a (él)ellos con exquisita educación y sincera amabilidad.
Pero cortemos ya el servicio de Interflora que me estoy poniendo un poco babosín. Lo que quería decirles es que la amistad que me une a Arturo Pérez-Reverte implica que, por ética personal y respeto a todos ustedes, con los que mantengo la responsabilidad de la verdad, no practicaré la noble labor de la crítica con sus libros, ni de los antiguos ni de los muchos que, esperemos, están aún por llegar, porque no podría ya ser parcial. Algunos estómagos agradecidos de los que tanto medran por estos pagos lo hacen continuamente, pues muy bien, pero afortunadamente yo no me gano las pizzas congeladas ni compro el pienso compuesto que tanto odia mi perra solamente con esta profesión, por lo que no estoy ni siquiera tentado a hacerlo. Además, si a alguien la crítica le trae al pairo ese es Arturo Pérez-Reverte: es lo suficientemente inteligente como para rechazar el peloteo, y sabe apartar de sobra a los que razonan con fundamento de los que se montan al carro ahora que conviene. Porque serán chaqueteros pero tontos no, y medio millón, o más, de ejemplares vendidos de cada libro entregado (no contamos, por supuesto, las futuras ediciones de bolsillo, y las constantes reediciones con nuevas portadas…) pesan lo suyo, por lo que una crítica negativa, debe pensar el “juntaletras” en cuestión, podría acarrearle el desprecio, a él y al periódico que le paga, de todos esos cientos de miles de lectores incondicionales que pasea con la cabeza bien alta el escritor de Cartagena. Lo curioso es que tan sospechosas fueron las críticas de sus primeros años, aquellas que arremetían contra su estilo “entreguista” de usar y tirar o condescendientes hasta la náusea (recuerdo una sobre La tabla de Flandes con la que todavía hoy, cuando me la echo a la cara, siento vergüenza ajena), como la pegajosa unanimidad en las opiniones pergeñadas en la última década. Siempre ha habido críticos revertianos, qué duda cabe, pero es que ahora es raro el que no lo es. Y, hombre, aunque sea por una simple ecuación de gustos, nunca puedes agradar a todo el mundo siempre. Pues nada, ni una apostilla en contra ni una sola de esas vagas y misteriosas observaciones que a menudo nos aventuramos a regalar al escritor objeto de la crítica, con las que sin quererlo ratificamos lo que todo el mundo ya sospechaba: que alguno de nosotros no se ha leído el libro. Mención aparte, claro, merecen algunos figuras en pleno desfase neuronal, tipo Miguel García Posada o Manuel García Viñó, tiñosos después de destilar tanta envidia durante tantísimos lustros; o chalados que andan cizañando en sus respectivos blogs, a quienes se les ve a kilómetros que no han leído una puñetera línea de Pérez-Reverte, y quienes piensan, a su vez, que haber regalado a un pariente el Brooklyn Follies de Paul Auster ya les autoriza a emitir praxis inconcretas sobre el estado actual de la literatura. O el insólito caso del ejemplar profesor y literato Víctor Moreno, cuya ocupación primordial consiste en arremeter, uno por uno y con nombres y apellidos, contra los críticos que hablan bien del cartagenero (a quien por cierto compara, con ese criterio intrínseco en los expertos cultivadores de ojerizas literarias, con Corín Tellado y Marcial Lafuente) o en soltar perlas pedagógicas en sus libelos que, como odiosa lengua de Mordor, no osaré repetir aquí.
En resumen, que soy un pesado: que todo el rollo que les he soltado de la ética y demás no supone obstáculo alguno para hablar de las adaptaciones cinematográficas que, en la mayoría de las ocasiones, han sufrido sus novelas. Acaba, por cierto, de estrenarse La carta esférica en los cines españoles y no encuentro momento más adecuado para hacerlo. Para evitar más digresiones absurdas, que como pueden apreciar tanto me caracterizan, vamos al tajo con cierto orden. En primer lugar abordaremos el reciente filme de Imanol Uribe, aprovechando la oportunidad de su aparición, y luego, en la siguiente entrega, afrontaremos, en riguroso orden cronológico, el amasijo de despropósitos en algunos casos, de insatisfacciones en otros y de aislados aciertos que se han consumado con la mayoría de la obra impresa de Arturo Pérez-Reverte.
La carta esférica
No me pregunten por qué, pero si interrogan a un revertiano por sus novelas favoritas, les mencionará El club dumas, La tabla de Flandes, La piel del tambor, La reina del sur o les señalará cualquiera de los seis alatristes, pero pocos les nombrarán La carta esférica. A mí, sin embargo, me encanta. (Perdón, prometo reprimirme, pero les juro que es cierto.) Siempre he adorado las novelas de tesoros o con mar por en medio (ingredientes ambos presentes en la historia de Pérez-Reverte) y ya fuera con Verne, Conrad, Salgari o Melville, parte de mis mejores recuerdos se anclan necesariamente en los puertos e islas de sus relatos. Debo confesar por lo tanto que esperaba con sincera ansiedad la adaptación que Imanol Uribe estaba preparando. Siempre he tenido en alta estima el oficio de este director versionando literatura, pues su labor en Días Contados (de Juan Madrid), Plenilunio (de Antonio Muñoz Molina) y El rey pasmado (a partir de Gonzalo Torrente Ballester) fue fabulosa, pero debo decir que en esta ocasión salí del cine con sensaciones contradictorias. Aunque su adaptación desde un punto de vista literal es impecable, a la película le falta corazón. Su puesta en escena no posee la pasión que Arturo Pérez-Reverte inyecta a sus personajes cuando dialogan sobre el tesoro, el mar, los barcos, las cartas de navegación. La intriga carece de fuerza y la investigación histórica, de tensión. Es cierto que no falta ningún detalle importante de la novela: los que se omiten no son fundamentales y los cambios (sobre todo el de la conclusión), comprensibles, pero Uribe no ha corrido con riesgos puramente cinematográficos. Por otro lado, Carmelo Gómez borda un espléndido Coy: encarna como nadie su naturaleza básica y sencilla, su temple y su proceder marineros, esa evocación salada con la que reboza sus recuerdos. Sin embargo, Aitana Sánchez-Gijón, sin hacerlo del todo mal, sin desentonar en su Tánger, exagera gestos y sobreactúa en las escenas de sexo y en la estruendosa risa final.
Pero me voy quedando sin papel, así que termino ya. Dentro de unas semanas, en el próximo número, abordaremos el resto de las adaptaciones revertianas, en las que, como en botica, hay prácticamente de todo. Así que, como diría ese señor calvo y bronceado de aquella verdulería deportiva que antes martirizaba las noches de los domingos: ¿se lo van a perder?
Autor: Juan Carlos Paredes
Juan Carlos Paredes estudió Filología Española en la Universidad Complutense de Madrid. Escribe sobre cine en la revista francesa L'Écran Fantastique (especializada en cine Fantástico) y, en España, en la revista Acción.

