Un mundo de dioses y monstruos. Cine y Biotecnología

Repaso a estereotipos "fijados" por el cine y su relación con diversos avances en el campo de la biotecnología.
“To a new world of gods and monsters!”
(Brindis del doctor Pretorious junto con el doctor Frankenstein en La novia de Frankenstein (James Whale, 1935))

Aunque el término “biotecnología” fue acuñado en 1919 por el ingeniero húngaro Karl Erkey, en realidad los seres humanos llevamos practicando dicha disciplina desde hace milenios, cuando por primera vez comenzamos a domesticar a las plantas y animales para nuestro beneficio. Poco a poco fuimos acumulando conocimientos sobre cómo funcionaban esos se-res vivos, pues al entenderlos mejor podríamos aprovecharlos mejor. Evidentemente esos conocimientos científicos también se podían aplicar para entender el funcionamiento del ser humano. En el año 1818, la escritora Mary Shelley vislumbró los dilemas que podría suponer la aplicación errónea de ese saber en su obra Frankenstein o el moderno Prometeo. La obra de Shelley es una combinación perfecta de diversas cuestiones bioéticas como son la creación de vida artificial y la experimentación en humanos. Con dicha novela nacía también uno de los iconos de nuestra cultura actual: el científico loco. Un personaje que podría definirse como aquella persona que juega a ser dios gracias a la ciencia. Obras posteriores continuaron su legado como el doctor Jekyll de R.L. Stevenson (1886), el capitán Nemo o el Robur de Jules Verne (1869 y 1886), el profesor Moriarty de Conan Doyle (1893) o el doctor Griffin y el doctor Moreau de H.G. Wells (1897 y 1896). Sin embargo, fue el cine el que forjó definitivamente el arquetipo visual del científico loco, cuyo fin es destruir o sojuzgar a la humanidad. En la película Metrópolis (Fritz Lang, 1927), el profesor Rotwang está obsesionado con crear vida artificial, aunque en su caso lo haga en forma de robot y no a partir de cadáveres. Lang representó a Rotwang como una persona bastante mayor, de cara enloquecida, con el pelo blanco despeinado y trabajando en un laboratorio lleno de máquinas y rayos. Si le ponemos un mostacho podría pasar por el gemelo malvado de Einstein. Este icono se ha ido repitiendo y apareciendo a lo largo de innumerables películas, a veces incluso en versión cómica –ejemplo: el doctor Emmet Brown de Regreso al Futuro (Robert Zemeckis, 1985)– aunque generalmente es más frecuente encontrarlo en la versión malvada. La última que yo he visto es la del doctor Martin Brenner en Stranger Things (Matt y Ross Duffer, 2016).
Es paradójico que el cine sea un arte que existe gracias al avance científico y tecnológico, y que al mismo tiempo la relación entre cine y ciencia no sea fácil. Un científico intenta entender el porqué de las cosas, un cineasta lo que intenta es expresar su visión de las cosas. Según el profesor Christopher Frayling hay una especie de “hueco” (gap) entre el entendimiento que tiene el espectador medio de lo que es la ciencia y lo que es en realidad el trabajo científico1. El cine rellena ese hueco de manera muy simple representando la actividad científica como una sucesión de momentos “¡Eureka!”, aparatos sofisticados y brillantes, luces maravillosas, rayos y explosiones. En escasas ocasiones se ve la cotidianeidad o la parsimonia metodológica del trabajo de laboratorio, o la vulgaridad de las luchas por las peticiones de fondos para investigación (una de esas raras ocasiones son algunos de los capítulos de la estupenda serie The Big Bang Theory). Frayling teoriza con que la representación de los científicos en el cine siempre ha mostrado las preocupaciones predominantes de un momento histórico particular. En los años 30 del siglo pasado era la medicina, en los 50 fue la bomba atómica, a partir de los 70 fueron los problemas medioambientales. A partir de los años 80, la preocupación principal fue la manipulación genética y la biotecnología. Y de cara al público es mucho más atractivo representar como malvado a alguien que tiene un conocimiento esotérico que le permite hacer cosas que están reservadas a los dioses. De ahí que el 30% de las películas de terror estén protagonizadas por científicos locos. Incluso los científicos “buenos”, sean estos reales o imaginarios, son generalmente representados como una especie de ermitaños capaces de sacrificarlo todo por la ciencia. Pero como ya comenté en un artículo anterior2, el cine “fija” en el imaginario colectivo de la sociedad una determinada imagen de los conceptos y hechos que se recrean en la pantalla. Repasaremos en este artículo algunos de los estereotipos “fijados” y su relación con los diversos avances en el campo de la biotecnología.
Doctor Frankenstein, supongo

En la película Frankenstein (James Whale, 1931), el experto cirujano Henry Frankenstein crea a su criatura a partir de los restos de otros cadáveres. Posteriormente dicha criatura comprenderá que no es considerado un ser humano y se volverá contra su creador. Este enfrentamiento creador/criatura lo vamos a encontrar en numerosísimas películas entre las cuales yo destacaría a Blade Runner (Ridley Scott, 1982), por ser una de las primeras en que el papel de la biotecnología queda encarnado en el personaje de Eldon Tyrell y su creación de los replicantes del tipo nexus-6 entre los que está el carismático Roy Batty (probablemente el mejor papel de Rutger Hauer). Los replicantes son unos seres humanos biosintéticos diseñados para tener capacidades físicas mejoradas, pero al mismo tiempo con una esperanza de vida muy corta debido a que su DNA es muy inestable. Esta película podría usarse para explicar numerosos conceptos de biología molecular, como por ejemplo el papel de la telomerasa en el mantenimiento de la longitud de los cromosomas y su implicación para los procesos de envejecimiento. De hecho, hay una persona que afirma haberse realizado una automodificación genética para tener su telomerasa más activa y así envejecer más lentamente3. Han pasado sólo un par de años para saber si dicha intervención ha tenido éxito o si ha fallado completamente.
En La Isla (Michael Bay, 2005) se describe como una compañía biotecnológica se dedica a clonar humanos de los que luego se cosechan órganos de repuesto para los ricos. En el aspecto científico es muy floja, ya que asume que no se pueden desarrollar órganos completos in vitro por-que se necesita a una persona completa para que sean funcionales, de lo contrario se produce re-chazo inmunológico. La realidad es bastante diferente. Actualmente la producción de organoides, versiones funcionales de órganos en miniatura4, es uno de los avances con mayor proyección en el área de producción de órganos in vitro, una línea de investigación que permitirá en un futuro disponer de órganos que no provoquen rechazo inmune, ya que estarán construidos a partir de células del propio paciente.

La cinta Splice (Vincenzo Natali, 2009) también está relacionada con la biotecnología y la producción de órganos para trasplantes. Aquí tenemos a un matrimonio de doctores Frankenstein. Dos ingenieros genéticos quieren crear una nueva forma de vida a partir de la hibridación de los genomas de varias especies. Su objetivo es crear un ser transgénico que pueda ser usado para producir proteínas terapéuticas a gran escala. En la actualidad ya hacemos eso con bacterias, levaduras e incluso células animales, de manera bastante sencilla. Por ejemplo, la insulina que se inyectan los diabéticos la producen bacterias transgénicas a las cuales se les ha introducido un DNA que codifica para una proteína humana5. Un aspecto original de esta película es que la compañía biotecnológica para la que trabaja el matrimonio les prohíbe continuar con sus experimentos (como veremos más adelante, el estereotipo en las películas es que sean las malvadas empresas las que se saltan las normas y así conseguir pingües beneficios). Evidentemente, el matrimonio se salta la prohibición, utilizan DNA humano en sus experimentos y al final acaban con una monstruita muy linda y muy peligrosa.
El trío de películas Los ojos sin rostro (Georges Franju, 1960), Plan diabólico (John Frankenheimer, 1966) y La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011) comparten la peculiaridad de que se apoyan en una disciplina quirúrgica muy concreta, la cirugía estética y los trasplantes de piel, para de esa forma modificar/crear a una persona al capricho del científico. En la española incluso se habla de los injertos de piel y de xenotrasplantes utilizando material de origen animal. Lo cierto es que éste es un tema que últimamente ha aparecido en las noticias con los llamados trasplantes de rostros para personas que han sufrido alguna desfiguración severa y, en general, no ha supuesto un trauma para los afectados, sino más bien lo contrario6.
El doctor Moreau, manipulando la carne y el espíritu

El personaje más siniestro creado por el novelista H.G. Wells fue este viviseccionista demente de apellido francés, que gobernaba como un dios sobre unas criaturas creadas por él, en una isla perdida del Pacífico. Moreau es una versión actualizada del doctor Frankenstein, ya que esta vez manipula los genes de los seres vivos y no simplemente sus órganos, para así modificar sus comportamientos y doblegarlos a su voluntad. Este personaje literario ha sido llevado al cine en numerosas ocasiones, siendo La isla de las almas perdidas (Erle C. Kenton, 1923) la versión más valorada. Pero hay muchos otros doctores Moureau en el cine. Quizás el más terrorífico es el interpretado por Gregory Peck en Los niños del Brasil (Franklin J. Schaffner, 1978). ¿Y si el doctor Mengele hubiera conseguido clonar a Hitler? Ésta es la premisa de la película y en ella se habla de los primeros experimentos de clonación animal que realizó John Gurdon utilizando a la rana Xenopus laevis. En el año 2012, Gurdon fue galardonado con el premio Nobel junto al profesor Shinya Yamanaka por descubrir que las células maduras podían ser reprogramadas. Los experimentos de Gurdon inspiraron los trabajos que culmi-narían en la consecución de la oveja Dolly, el primer mamífero clonado7. A día de hoy, la tecnología para clonar vertebrados incluidos a los simios, está muy avanzada. De hecho, un investigador chino anunció que había realizado una manipulación de embriones humanos para conseguir que fueran inmunes a la infección por el VIH, saltándose todas las precauciones y normativas bioéticas. Aunque fue sancionado duramente por su país, esperemos que su ejemplo no inspire a otros8.

En otras ocasiones el experimento más bien parece un divertimento como es el caso de Jurassic Park (Steven Spielberg 1993) y Jurassic World (Colin Trevorrow, 2015). Si hubo una película que popularizó los dinosaurios, la ingeniería genética y la clonación esa fue Parque Jurásico. Lo curioso es que en esta franquicia el científico responsable de la creación de los clones, el doctor Henry Wu, no es el protagonista ni el responsable de todo el desaguisado posterior que sucede en ambas películas. Él simplemente es un mandado que se limita a cumplir los deseos del director de la empresa produciendo dinosaurios más grandes y fieros. La obra de Michael Crichton sirvió de inspiración para impulsar la recuperación de restos de DNA de especies extintas, una de las ramas más llamativas del campo de la paleogenética9.
Continuando con la saga de monstruos carnívoros tenemos la cinta Deep Blue Sea (Renny Harlin, 1999). A menos que a uno le guste las películas de tiburones comiéndose a la gente, lo único interesante de esta cinta es que tiene una de las pocas “científicas locas” del celuloide. En una antigua base de submarinos de la Segunda Guerra Mundial, a la doctora Susan McAlester se le ocurre que, para curar el Alzheimer, lo que hay que hacer es aislar una proteína de cerebros de tiburones gigantes genéticamente modificados. ¿Qué podría salir mal? El argumento está basado en diversos mitos sobre los tiburones, como por ejemplo que no tienen enfermedades como el cáncer10, pero curiosamente hace un par de años se ha descrito que los anticuerpos de tiburón sí que pueden ser útiles para la diagnosis del Alzheimer11. Así que en cierto sentido la película fue un poco profética, aunque lo que se ha hecho es realizar ingeniería genética en células animales en cultivo, no en los tiburones.
Las películas Soy Leyenda (Francis Lawrence, 2007) y El origen del planeta de los simios (Rupert Wyatt, 2011) pivotan sobre la misma idea argumental: la terapia génica es peligrosa y puede crear monstruos. En la primera, nada más comenzar, una doctora anuncia que ha conseguido una cura contra el cáncer mediante la modificación de un virus. Lo malo es que uno de sus efectos secundarios es convertir a los pacientes en una especie de zombis. En la segunda, un biotecnólogo crea un virus para tratar el Alzheimer y para facilitar su inoculación crea un virus que se transmite por el aire, así que acaba con un virus supercontagioso que vuelve a los monos inteligentes y derrite el cerebro de los humanos. En realidad, los biotecnólogos no son tan manazas como los de las películas y la terapia génica con virus oncolíticos está mostrándose con una herramienta terapéutica muy eficaz para tratar tumores12 y quizás en el futuro también pueda ser usada para tratar enfermedades neurológicas.
El thriller de acción El legado de Bourne (Tony Gilroy, 2012) es una variante del hilo argumental anterior. Aquí se usan virus para alterar genéticamente a los seres humanos y de esa forma aumentar sus capacidades físicas, algo que ahora se conoce como dopaje genético13. Aquí volvemos a tener a otra “científica loca”. Rachel Weisz da vida a la bioquímica Marta Shearing, una investigadora pulcra y metódica. En una determinada secuencia, Marta se tendrá que enfrentar a una de sus creaciones, el superagente Aaron Cross, interpretado por Jeremy Renner. Marta trata de justificar la experimentación con seres humanos apelando a que todo lo que hacía era por la Ciencia, y que había sacrificado un montón de esfuerzo y vida personal para obtener esos resultados, sin tener en cuenta que sus “resultados” eran seres humanos. Seguramente el doctor Mengele habría confraternizado estupendamente con la doctora Shearing.
Los múltiples doctores Jekyll

A diferencia de los anteriores científicos locos que manipulan a otros seres humanos, el personaje creado por Robert Louis Stevenson experimenta consigo mismo para así lograr sus objetivos científicos. Y lo consigue utilizando un tipo de superdroga que le transforma en otro ser, potenciando al mismo tiempo sus habilidades. Inicialmente lo hace por el conocimiento y por conseguir algún otro fin benéfico para la humanidad, pero finalmente acaba autodestruyéndose y arrepintiéndose de lo que ha hecho. Un dato curioso es que el doctor Jekyll fue el primer científico loco llevado a la gran pantalla. Fue en 1908, dos años antes de que se estrenara la primera película sobre Frankenstein, pero desgraciadamente no existen copias de dicha obra. Entre las adaptaciones clásicas del Dr. Jekyll and Mr. Hyde destacan la de 1931, dirigida por Rouben Mamoulian, y la de 1941 dirigida por Victor Fleming. Este mito incluso ha tenido adaptaciones cómicas de bastante éxito como es el caso de El profesor chiflado (1963), dirigida y protagonizada por Jerry Lewis, y que incluso tuvo un remake bastante flojo en el año 1996. También es el origen de toda una saga de películas de superhéroes como El increíble Hulk (Louis Leterrier, 2008), en la que la radiación gamma, en lugar de achicharrarlo, convierte al doctor Banner en una bestia verde superpoderosa e incontrolable cada vez que pierde los nervios14.
Puede parecer difícil de creer, pero son muchos los científicos cuerdos que han realizado la autoexperimentación para probar que su hipótesis es la acertada. Uno de los casos más famosos es el del doctor Barry Marshall, que se bebió un cultivo de la bacteria Helicobacter pylori para demostrar que ella era la causante de las úlceras gástricas. Su trabajo y sacrificio se vio recompensado en el año 2005 con la concesión del premio Nobel de Medicina15. En la película Contagio (Steven Soderbergh, 2011), se hace mención a dicha historia cuando el personaje de la doctora Hextall prueba consigo misma la vacuna contra el virus epidémico. Sin embargo, en el celuloide la autoexperimentación suele acabar mal. Y si no que se lo pregunten a El hombre invisible (James Whale, 1933) o al pobre doctor James Xavier en El hombre con rayos x en los ojos (Roger Corman, 1963). En esta interesante cinta de serie B, un médico desarrolla un colirio que permite ampliar el espectro de visión del ojo humano. Las aplicaciones de dicho colirio para el diagnóstico médico son numerosas, pero el colirio crea adicción y al final el pobre doctor acaba desquiciado. Esperemos que eso no sea así ahora que gracias a la nanotecnología podemos hacer que los ratones vean en el espectro infrarrojo16.

El otro aspecto que se trata en la novela del doctor Jekyll es el de las drogas que pueden alterar al individuo dotándole de nuevas capacidades. Cuando Stevenson escribió su novela se comenzaban a describir los efectos euforizantes y adictivos de diversas drogas. La mayor parte de las drogas actúan así, pero hay unas sustancias conocidas como nootrópicos, que aumentan la capacidad cognitiva, sobre todo las funciones de la creatividad y la memoria17.
Ésta es la base del argumento de la película Lucy (Luc Besson, 2014), en la que el personaje interpretado por Scarlett Johanson toma una sobredosis de una droga de diseño que le permite usar todo el potencial de su cerebro y así desarrollar propiedades telepáticas y citoquinéticas. En el cartel anunciador de la película puede leerse lo siguiente “Una persona normal utiliza un 10% de su capacidad cerebral. Ella está a punto de alcanzar el 100%”. En realidad, esa frase es un mito. Los humanos usamos ya el 100% de nuestro cerebro18.
Mucho más plausible es el argumento de Sin límites (Neil Burger, 2011). En este caso un escritor novato toma un nootrópico experimental que le permite no sólo concentrarse mejor, sino que también aumenta su capacidad de aprendizaje y de análisis, con lo que comienza a escribir libros de éxito, a tener una vida social más activa e incluso a introducirse en el mundo de las finanzas. Aunque claro, resulta que él no es el único que lo toma y como siempre, está el engorroso asunto de los efectos secundarios. Lo cierto es que los nootrópicos que conocemos son pocos y no tienen ni la centésima parte de las propiedades que salen en las películas. Uno de los nootrópicos más consumidos es la cafeína, de la cual parece demostrado que incrementa el estado de alerta y atención, pero siempre y cuando se tome en dosis pequeñas19. En dosis mayores todos los nootrópicos conocidos causan efectos perjudiciales llegando a provocar en algunos casos discapacidad cognitiva. En el caso de la cafeína esas dosis perjudiciales se alcanzan a partir de los 10 gramos, lo cual es tranquilizante ya que en una taza de café expreso como mucho hay unos 175 miligramos. Es decir, habría que tomar unas 60 tazas al día para llegar a la dosis perjudicial.
Dentro de tu cabeza: el doctor Caligari

El doctor Caligari es uno de los científicos locos que nació en el cine y no en la literatura. Este siniestro psiquiatra hipnotista manipulador de mentes fue creado por Hans Janowitz y Carl Mayer, basándose en las experiencias de este último con los médicos militares alemanes durante la Primera Guerra Mundial, ya que fingió padecer un trastorno mental para librarse del servicio militar. Ambos confeccionaron un guion que iba a ser rodado por Fritz Lang, pero el famoso director alemán estaba involucrado en otro proyecto y en su lugar fue escogido Robert Wiene. En febrero de 1920 se estrenó El gabinete del doctor Caligari, considerada como la obra más representativa del expresionismo alemán. Para muchos críticos, el doctor Caligari es la encarnación de un poder y autoridad tiránicos que no se para ante nada para conseguir sus objetivos y que puede ejercer gracias al total dominio de las mentes de aquellos que sojuzga.
No es de extrañar por tanto que las numerosas películas en las que se habla de control mental tengan que ver con tramas de suspense político o de conspiraciones gubernamentales. Además de las películas de la llamada Saga Bourne, una de las más famosas es La escalera de Jacob (Adrian Lyne, 1990) en la que se nos habla del proyecto MKUltra20, un programa secreto militar para desarrollar drogas que pudieran ser utilizadas para someter la voluntad de prisioneros durante los interrogatorios. En la película, el personaje de Tim Robbins es un veterano del Vietnam que ha sido expuesto a la sustancia bencilato de 3-quinuclidinilo. Esta sustancia incrementa la agresividad, pero al mismo tiempo provoca alucinaciones lo que convierte a los soldados en auténticas máquinas de matar incontrolables. Otra película que vale la pena nombrar es El candidato del miedo (John Frankenheimer, 1962) de la cual se realizó un flojo remake en el año 2004 que fue dirigido por Jonathan Demme. Es precisamente en la segunda donde los guionistas metieron a la biotecnología como una herramienta para conseguir el control mental. Sin embargo, lo hicieron de una manera bastante burda y buscando asustar al espectador, equiparando la mejora genética de plantas con la manipulación neurobiológica.
Gobiernos y multinacionales, los malvados sin rostros
Una característica común a todas las películas de científicos locos es que suelen disponer de recursos ilimitados para tener inmensos laboratorios llenos de aparatos sofisticados que les permiten llevar a cabo sus diabólicos proyectos. En las películas más antiguas, el científico podía sufragar los gastos porque disponía de alguna fortuna personal o alguna suculenta herencia. Pero la ciencia actual es muy cara, así que ese tipo de instalaciones sólo pueden ser pagadas o bien por gobiernos o bien por empresas. Y sí, aquí tenemos un nuevo estereotipo cinematográfico: el malvado gobierno y la maléfica multinacional que quieren esclavizar al mundo. Probablemente el mejor representante de ese tipo de diabólicas entidades es la Umbrella Corporation de la saga Resident Evil. Yo todavía sigo sin entender qué tipo de beneficio puede obtener una multinacional biotecnológica que tiene una cartera diversificada, con productos que van desde cosméticos a armas biológicas, en coger e infectar a todos sus clientes con un virus que los convierte en zombis causando el fin del mundo. Pero está claro que ese argumento funciona, porque ya van seis películas y creo que van a hacer una nueva.
Volviendo al mundo real, lo cierto es que a veces los gobiernos y las compañías no han tenido comportamientos ejemplares. En el apartado anterior hemos hablado del proyecto MKUltra desarrollado por el ejército estadounidense, pero hay más ejemplos. Uno de los más terribles fue el llamado proyecto Costa que intentó llevar a cabo el gobierno sudafricano durante los años 80 del pasado siglo, en pleno régimen del Apartheid. Este proyecto aparece referenciado en la película policiaca Zulu (Jérôme Salle, 2013) y consistía en el diseño y desarrollo de armas biológicas para ser utilizadas contra la población negra21.
También en la película El jardinero fiel (Fernando Meirelles, 2005) se nos habla de la corrupción de los gobiernos africanos por parte de las compañías farmacéuticas. El argumento está basado en el escándalo de los ensayos clínicos realizados con el antibiótico trovafloxacina. En el año 1996 hubo un brote de meningitis bacteriana en la localidad nigeriana de Kano. La compañía Pfizer ofreció al gobierno nigeriano, en ese momento una dictadura militar, realizar un ensayo clínico en el que trató a 100 niños con la trovafloxacina y a otros 100 con ceftriaxona, el antibiótico rutinariamente usado en esa infección. Al acabar el ensayo, la mortalidad en el grupo tratado con la trovafloxacina era del 5%, mientras que en el de control llegó al 6%. Sin embargo, se encontraron una gran cantidad de irregularidades en la forma de llevar a cabo el ensayo, entre ellas la falsificación de permisos y diversos sobornos a funcionarios. En el 2001, el gobierno nigeriano y las familias afectadas demandaron a la compañía y consiguieron llevar el caso ante los tribunales estadounidenses. Tras varios litigios, en el año 2009 se llegó a un acuerdo entre las partes y Pfizer pagó 75 millones de dólares de indemnización22.
En otras ocasiones lo que ocurre es que un gobierno desarrolla algún tipo de avance biotecnológico y es una malvada multinacional la que quiere deshacerse o apropiarse de los científicos que lo han conseguido, como ocurre en la película Sin identidad (Jaume Collet-Serra, 2011) donde un príncipe saudí financia a un científico para que desarrolle una variedad de maíz resistente a la sequía23. También puede suceder que el gobierno se vea inmerso en una crisis sanitaria y la malvada multinacional pretenda hacer negocio con la venta de sus medicamentos, como se describe en la película surcoreana Deranged (Park Jung-woo, 2012). No me resisto a describir su delirante argumento. Un grupo de científicos investiga una proteína producida por el gusano crin de caballo24, conocido porque parasita insectos y es capaz de controlar sus cerebros gracias a esa proteína. Los científicos tienen la “brillante” idea de modificar genéticamente al gusano para que parasite mamíferos y que produzca una proteína alterada que sea capaz de curar el Alzheimer. Lo malo es que en lugar de curar el Alzheimer lo que ocurre es que se desarrolla un gusano gigante al estilo Alien. Así que al mismo tiempo desarrollan un medicamento para controlar la infección. Pero resulta que la compañía quiebra, por lo que los científicos deciden soltar los huevos del gusano en el suministro de agua potable, infectar masivamente a la población y obligar al gobierno a que compre la patente secreta de su medicamento para así reflotar su compañía. El complot es desbaratado por otro científico que roba la patente secreta con la manera de producir el medicamento. Un detalle que se les olvidó a los guionistas es que las patentes son documentos públicos a los que cualquiera puede tener acceso en cualquier parte del mundo. Así que el gobierno surcoreano simplemente debería haber hecho una búsqueda en Google.
Claro que, mejor que tener un malvado, es tener dos. Eso es lo que debieron pensar los guionistas de la oscarizada Dallas Buyer’s Club (Jean-Marc Vallée, 2013). Aunque desde el punto de vista cinematográfico es una gran película, también hay que decir que su argumento es un cóctel de pseudociencia y conspiranoia. Matthew McConaughey da vida a Ron Woodroof, el típico tejano amante de las armas, machista y homófobo. Su vida da un vuelco cuando le diagnostican que padece el SIDA y desde ese momento luchará por sobrevivir, aunque eso implique convertirse en un traficante de medicamentos y enfrentarse tanto a las grandes compañías farmacéuticas como a las todopoderosas autoridades sanitarias. Cuando uno termina de verla puede salir del cine convencido de que el AZT es un veneno, que el gobierno no busca proteger a los enfermos y que el SIDA se cura gracias a extractos chamánicos de mariposa, algo que está totalmente alejado de la realidad25. Es muy curioso comprobar que el mundo del celuloide no suele realizar el mismo tipo de cine-denuncia con respecto a otras empresas que sí venden productos fraudulentos para la salud, como son por ejemplo las compañías que comercializan productos homeopáticos o extractos vegetales sin ninguna eficacia terapéutica demostrada y que generan un montón de beneficios. Una de las pocas excepciones se encuentra en la ya mencionada Contagio, donde Jude Law interpreta a un periodista freelance que difunde en su blog bulos sobre la epidemia vírica para que la gente compre el extracto vegetal que elabora una compañía que le está financiando bajo cuerda.
Ángeles de la guardia: gobiernos y multinacionales
A pesar de lo que vemos en muchas películas, en el mundo real generalmente las personas tienden a hacer más el bien que el mal. Y si los gobiernos y las multinacionales están formados por personas, no pueden ser una excepción a esa regla. De hecho, afortunadamente, las instituciones públicas y las empresas generalmente se portan bien, y de vez en cuando muy bien. Por eso existen películas en las cuales se nos relata la historia real de esas personas que se esforzaron para conseguir alguna sustancia con interés terapéutico.
En algunas ocasiones esas personas pasan casi desapercibidas, como por ejemplo el químico Don Sudabby, que se interpreta a sí mismo en la película El aceite de la vida (George Miller, 1992). En dicha película se nos cuenta la odisea de unos padres, Augusto y Michaela Odone, para encontrar un tratamiento para su hijo Lorenzo que sufre adrenoleucodistrofia, una enfermedad genética en la que los que la padecen no pueden metabolizar correctamente los ácidos grasos de cadena larga lo que acaba provocando la destrucción de las vainas de mielina y deteriorando el sistema nervioso causando la muerte. Los padres descubrieron que, si la dieta de su hijo era suplementada con los ácidos grasos oleico y euricio, se podía frenar dicho deterioro. El primero está en abundancia en el aceite de oliva, pero el segundo era difícil de conseguir. Los padres hicieron una petición a diversas empresas y sólo Don Sudabby que pertenecía a la empresa británica Croda Internacional, se interesó por el caso y purificó dicho aceite. Actualmente el llamado “aceite de Lorenzo” se usa como terapia dietética para los afectados con esta enfermedad26.
Una historia muy similar la encontramos en la película Medidas extraordinarias (Tom Vaughan, 2010). En este caso los hijos de John y Aileen Crowley están afectados por la enfermedad de Pompe, una dolencia genética que impide metabolizar el glucógeno de las células provocando también un deterioro muscular y finalmente la muerte. John Crowley es un ejecutivo que dedica todos sus esfuerzos para poner en marcha una empresa biotecnológica y así producir la enzima alglucosidasa alfa que puede salvar a sus hijos. De esa forma dio nacimiento a la empresa Novazyme que posteriormente fue adquirida por la empresa Genzyme. La forma en que Crowley llevó a cabo la fundación de la empresa se estudia como ejemplo de emprendimiento en la Escuela de Negocios de Harvard27. De la película cabe destacar que describe muy bien las diversas vicisitudes y problemas que se pueden encontrar en la fundación de un negocio biotecnológico y en la elaboración de los ensayos clínicos para los nuevos medicamentos.
En otro estilo algo distinto tenemos las historias de médicos que están intentando encontrar la causa de una enfermedad o desarrollar una determinada terapia para curarla. Este tipo de películas se iniciaron en los años 30 del pasado siglo con El doctor Arrowsmith (John Ford, 1931), adaptación de una novela del premio Nobel Sinclair Lewis. Su éxito hizo que fuera seguida de diversos biopics dedicados a los padres de la microbiología como Pasteur, Koch o Ehrlich2. En relación con la biotecnología tenemos la película Prueba de Vida (Dan Ireland, 2008) que relata cómo el doctor Dennis Slamon desarrolló el anticuerpo monoclonal trastuzumab, que es el componente principal del fármaco herceptin para el tratamiento de los tumores de mama positivos en el marcador HER228. En la cinta se nos muestran los diferentes ensayos clínicos que fueron realizados entre los años 1988 a 1996 y las dificultades que encontraron. Los primeros ensayos fueron financiados por la empresa Genentech pero los resultados preliminares no fueron muy buenos y retiró su apoyo al proyecto. Slamon no se desanimó y busco financiación a través del mecenazgo de particulares y de la empresa de cosméticos Revlon. De esa forma pudo concluir una ronda de ensayos que mostraron que el herceptin era efectivo y convenció nuevamente a Genentech de financiar el desarrollo. Hoy en día el herceptin es uno de los medicamentos de más éxito de dicha compañía y ha salvado la vida a incontables mujeres29.
No haré nada por lo que el dios de la biomecánica no me deje entrar en su cielo

Ésta es la frase que el replicante Roy Batty le dice a su creador Eldon Tyrell, en la película Blade Runner.
He dejado para el final la película que para mí representa todo lo bueno y todo lo malo que podemos conseguir con la biotecnología. Se trata de Gattaca (Andrew Niccol, 1997). Esta cinta muestra una nueva versión del “Mundo Feliz” imaginado por Aldeous Huxley, y al que de manera inquietante parece que nos vamos acercando en algunos aspectos30. En principio ese mundo del futuro es una sociedad utópica en la que los padres han tenido la opción de escoger la mejor combinación genética para sus futuros hijos. No van a padecer enfermedades, físicamente van a ser perfectos, intelectualmente válidos, etc. La propia sociedad se ha hecho a sí misma eugenésicamente perfecta con las mejores intenciones. Pero como dice el refrán, el infierno está empedrado de ellas. Y en esa utopía saludable se establece un racismo genético hacia aquellos que nacieron antes de que dicha tecnología estuviera accesible y que por lo tanto son “imperfectos”. Esta película nos está avisando de que somos nosotros, como miembros de la sociedad, los últimos responsables en usarla bien o mal. La biotecnología es una herramienta, muy sofisticada, pero sigue siendo una herramienta. Será nuestra decisión si la utilizamos para hacer un mundo mejor o un “mundo feliz”, para ser dioses o monstruos.
Notas
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Autor: Manuel Sánchez Angulo
Profesor Titular del Departamento de Producción Vegetal y Microbiología de la Universidad Miguel Hernández (UMH) de Elche. Miembro de la junta directiva del Grupo de Docencia y Difusión de la Sociedad Española de Microbiología y responsable del blog de divulgación científica “Curiosidades de la Microbiología” (http://curiosidadesdelamicrobiologia.blogspot.com) y del programa radiofónico “Tú, yo y los microbios” (http://podcastmicrobio.blogspot.com).