Historias de amor y lectura

El escritor Manuel L. Alonso nos presenta, en estas páginas, tres historias de amor en las que la lectura tiene un papel trascendental. Tres relatos inéditos que, como él mismo asegura, son deudores de la imaginación, pero también de la memoria.
Los protagonistas del siguiente pasaje son Santi, diecinueve años, y Cris, dieciséis. Un viaje inesperado le ha llevado a Tenerife, donde entre otras cosas…
Compraron un libro y leyeron algunos capítulos a medias, primero en la plaza de la Candelaria y más tarde en casa, como llamaban ya al apartamento, turnándose para sostenerlo. Santi hacía esfuerzos para leer tan rápido como Cris, pero ella llegaba siempre la primera al final de la página y antes de volver la hoja preguntaba: "¿Ya?" Santi respondía "ya" aunque a veces no había leído una sola palabra y todo lo que había hecho era mirarla a ella, su perfil, la línea de sus párpados, su nariz, los labios, el cuello alto y fino, tan suave.
El párrafo pertenece a un título que publiqué hace mucho: Malos pasos. Como es sabido, los escritores no releemos nunca nuestros libros una vez publicados, pero al recibir estos días una nueva reedición y hojear al azar, me he encontrado con estas líneas que me han permitido hacer un descubrimiento. Es este: en mis libros, los personajes no solo leen, y mucho, y hablan de libros, sino que comparten lecturas y a veces se conocen o se enamoran gracias a la afición a leer.
Podría citar numerosos ejemplos de situaciones como la de Santi y Cris, en las historias que escribo. En lugar de ello prefiero narrar tres breves relatos nuevos, que son deudores de la imaginación pero también de la memoria.
Aventura en el Pirineo
Sucedió allá por los años setenta. El mundo estaba menos poblado, pero en verano resultaba difícil encontrar un lugar libre de aglomeraciones. Mi novia y yo éramos partidarios de la acampada libre por dos razones: espíritu de aventura y presupuesto escaso. Buscando sitios poco frecuentados, aquel verano recorríamos con nuestra tienda el Pirineo aragonés.
Una tarde llegamos al valle de Ansó y después de mucho buscar encontramos un lugar muy satisfactorio junto a un río. Plantamos la tienda en aquel paraje absolutamente solitario. Llegó la noche y comenzaron esos sonidos misteriosos que conocen bien los aficionados a la acampada.
Era casi medianoche cuando aún no había logrado conciliar el sueño por culpa de una cena excesiva (solía ocurrirme que si cenaba chuletas asadas en los rescoldos de una hoguera, comía el triple de lo razonable). Estaba a punto de salir de la tienda para llevar a cabo ciertas funciones fisiológicas, cuando se empezaron a oír gruñidos muy alarmantes.
Advertimos que algo o alguien rascaba la tela. Comprendimos, por el ruido, que eran varios, y por sus voces que eran perros. Probablemente una manada de perros asilvestrados en busca de refugio o de una cena tardía o un resopón.
Mi novia, ecologista de la línea ingenua, propuso que les dejáramos entrar. Me negué, al menos hasta que tuviéramos la oportunidad de comprobar el número, envergadura e intenciones de nuestros visitantes. Ella consideraba a los perros sin distinción amigos del hombre, y trataba de convencerme con paralogismos. Descorrió la cremallera y sacó una mano dispuesta para hospitalarias caricias.
Aquellas bestias puede que fuesen amigas del hombre, pero no lo eran de la mujer, y una de ellas lanzó una dentellada a la mano de mi novia, perfumada aún por las chuletas de la cena.
Por suerte, solo fue un rasguño, pero me había dado tiempo de ver la catadura de los monstruos y el tamaño de sus afilados colmillos. Mi novia se metió en su saco de dormir y se dispuso a taparse la cabeza y todo.
– No podemos correr el riesgo de quedarnos dormidos y que consigan entrar -advertí.
– No querrás que estemos despiertos toda la noche.
– Precisamente es lo que tenemos que hacer. Con suerte, se irán cuando se haga de día.
– ¿Y qué haremos despiertos durante todas esas horas?
Respondí con un par de sugerencias de marcado carácter erótico, pero mi novia no estaba de humor. Se conformaba con llegar con vida a la mañana siguiente para ir al pueblo más cercano en busca de una inyección antitetánica.
– Los libros -sugerí-. Los libros que llevamos en la mochila. Ha llegado el momento de sacarlos.
– ¿Propones que luchemos contra perros salvajes armados con libros?
– Sugiero que pasemos la noche leyendo.
¿Cuántas personas, a lo largo de los siglos y en todos los lugares imaginables, han sobrellevado una noche en vela gracias a la lectura? Pensé a menudo en eso durante aquellas horas amenizadas por gruñidos y zarpazos.
Al final de aquel verano, renunciamos a nuestra tienda de campaña. Tiempo después mi novia y yo tomamos caminos distintos. Lo único que conservo de aquella época es la costumbre de llevar, siempre que viajo, algún libro en mi equipaje.
El último amor
Llueve con fuerza desde hace horas.
Ella teme la soledad, el silencio de la casa cuando, en pocos minutos, él se haya ido.
Desde el salón lo oye acabando de preparar su equipaje. Se pregunta adónde irá. Aunque eso para él no es problema. Ella sabe que será la que lo pase peor.
Sigue siendo muy atractiva, pero ya no es joven. Sobre la mesita hay dos objetos con los que alivia la espera: un libro y un espejo. Hace un momento ha cometido el error de elegir el espejo, que le ha recordado las huellas del tiempo en torno a sus ojos, a las comisuras de su boca.
Hay quien no ve con simpatía las arrugas: los jóvenes, sobre todo, que en cambio tienen granos. Sin embargo, los granos son un accidente y las arrugas una condecoración.
Es una mujer que mira a los hombres de igual a igual; nos se les somete pero tampoco está empecinada en ninguna revancha, como muchas otras, porque jamás consintió más agravios de los que el amor puede exigir razonablemente al respeto.
Es fuerte e independiente, o puede serlo, y precisamente por eso tiene más posibilidades de envejecer sola. No es justo, pero nadie dijo que la vida fuese a ser justa.
Le ha pedido a él que se vaya. Han sido amantes durante más de tres años. Pocas semanas antes creían haber superado una crisis decisiva. Es ella quien ha puesto punto final. Todo está hablado. De un momento a otro él aparecerá con sus maletas, quizá le dará un beso de despedida; le evitará un mutis dramático con frase solemne o portazo, porque tiene demasiada clase para eso.
Se irá y no volverá a llamarla nunca. "Los hombres siempre vuelven", afirman algunas amigas de ella, y no del todo en broma. Pero él no se parece a los demás. Por eso le gustó y le pidió que fuese a vivir con ella. ¿Qué ha pasado desde entonces?
La respuesta es muy sencilla: ha pasado el tiempo. Con la convivencia, ella iba teniendo cada vez más la sensación de estar disolviéndose, de perder su esencia, el núcleo de su personalidad. Necesita reencontrarse a sí misma.
Oye los pasos de él, que aparece con una maleta en cada mano.
Para que no vea que se le han humedecido los ojos, ella vuelve la mirada hacia el ventanal. El cielo está negro, aunque solo es media tarde. Sigue diluviando.
– No puedes irte ahora -dice, sin concederse tiempo para pensar-. Espera a que deje de llover, o a que amaine.
Él toma el ofrecimiento como lo que es: una señal de amistad. Sonríe, sin decidirse a soltar las maletas.
– Puede tardar horas. ¿Qué haremos mientras?
Ella le muestra el libro que tiene a su alcance. Por supuesto, pueden leer. Recuerda que se conocieron en una biblioteca, que hasta cierto punto les unieron los libros.
La lectura la ha acompañado desde que era niña, en los buenos momentos y también a través del tedio, de la soledad no elegida, de la tristeza. Seguirá con ella ahora que su último amor ha muerto. Fue el primer placer que conoció, y es bueno saber que va a seguir formando parte de su vida, siempre.
Él acaba por soltar las maletas y toma también un libro. Cruzan una mirada en la que aún queda algo de la vieja complicidad.
Cualquier cosa puede ocurrir todavía.
La lectora incesante
Acuciado por unas hormonas demasiado activas, el joven Sebastián, al poco de llegar a Barcelona , adoptó la costumbre de frecuentar el Barrio Chino.
La putas de aquella época, hembras dadivosas y llenas de instinto maternal pero obligadas a pensar en el negocio, procuraban despacharlo deprisa, sobre todo cuando había cola de clientes en espera.
El joven Sebastián tenía sus trucos, sórdidos pero efectivos, que llevaba a cabo antes y durante, con el fin de sacar el mayor partido posible a su dinero.
Un día oyó hablar de una profesional que nunca metía prisa a sus clientes. Se decía que cuando estaba con uno de confianza se dedicaba a su afición favorita: la lectura de novelas de amor. Quiso conocerla, la encontró, fue con ella.
Los rumores eran ciertos: la muchacha no soltaba la novela de turno salvo en los momentos cruciales.
Simpatizaron. Tal vez no sería excesivo decir que se enamoraron. Él empezó a visitarla cada vez más a menudo.
Un día, ella abandonó el barrio. También el joven Sebastián dejó de frecuentarlo, y encontró consuelo en su nueva afición: la lectura. Una afición que siempre consideraría un regalo de amor.
Autor: Manuel L. Alonso
Manuel L. Alonso es escritor. Comenzó publicando relatos de terror y misterio. Bajo diversos suedónimos ha publicado cerca de ciento cincuenta relatos en importantes revistas para adultos y otras publicaciones. Sus libros, más de cincuenta, abarcan todos los géneros y varios han sido premiados, traducidos o adoptados en diversos países para el estudio del idioma español.

